Jan Oblak y su esotérica inmovilidad en la tanda que definió la Champions League: si Wim Wenders volviera a rodar la película El miedo del portero ante el penalti, muy posiblemente elegiría como protagonista al arquero del Atlético.
Inmovilidad del condenado, del que avanza estupefacto hacia el paredón, del que baja la mirada y asiente al toparse con su destino.
Lo de Oblak, más dos penales colchoneros estrellados en el poste (uno de Griezmann en el segundo tiempo, otro de Juanfran ya en la mentada serie), se integran a ese estanco del río Manzanares donde flota tanta aflicción: si al duelo del sábado llegó como único equipo que había perdido dos títulos europeos en tiempo de compensación, de él salió como único que ha caído en sus primeras tres finales. Por ese caudal van el gol de Schwarzenbeck en 1974, el cabezazo de Sergio Ramos en 2014 y ahora estos nuevos pesares. Caudal que lleva al futbol a debatir sobre libre albedrío, oráculos ineludibles y cargas deterministas. Cargas que hacen a Beethoven preguntar en una partitura, “¿Así tiene que ser?”, para luego responder, “¡Tiene que ser así!”.
Imposible dudarlo, por las venas de cada equipo de futbol corre un específico ADN. Con cromosomas legados de épocas inmemoriales, poca diferencia hace qué futbolista se vaya y cuál llegue, qué tendencia de juego se fije y cuál se modifique: con el balón, menudo agobio existencial, no es raro que los genes decidan, es difícil escapar a la historia.
Real y Atlético viven a seis kilómetros de distancia –al ir del Calderón al Bernabéu es recomendable, sólo por el nombre, tomar el Paseo de los Melancólicos– y a años luz de fortuna. Hijo de la Ley de Murphy, si algo puede salir mal a los colchoneros es porque, en definitiva, saldrá mal; uno nunca sabe para quién trabaja, el Atlético incluso brindó al Madrid el utilísimo favor de echar fuera del torneo a Bayern y Barcelona.
Con los de blanco, lo mismo, pero exactamente al revés: si algo puede salir bien, es porque así será. Una plantilla mal planificada (exceso de medias puntas, para un once en el que no caben tales), un director técnico mal despedido (Carlo Ancelotti), su relevo mal seleccionado (Rafael Benítez), una afición fastidiada (apenas a inicios de año se exigía con pañuelos la renuncia de Florentino Pérez), un presidente que promulgó estatutos que hacen imposible su salida (ya es obligatorio tener unos 80 millones de euros como aval y veinte años de antigüedad como socio…, o sea, ser Florentino), un entrenador emergente sin experiencia en primera división y con capacidad discutida en su gestión en tercera (Zinedine Zidane), unos tiempos extra sin cambios disponibles y con cuatro cojos o acalambrados…, y, sin embargo, ahí está la undécima Copa de Europa en sus vitrinas.
Beethoven no ha mentido: hay cosas que son porque tienen que ser así, como que la Cibeles viva habituada al jolgorio y, a un kilómetro, Neptuno a la espera.
En un partido más bien malo de los dos contendientes, la suerte (o el destino, o lo que metafísicamente sea), prefirió como casi siempre a los de blanco y no a los de rayas. Al tiempo, Oblak, ese fenomenal portero, tantas veces heroico, continúa parado observando balones clavarse a su costado izquierdo: idóneo, sin duda, para el casting de Wenders.