Desde el avión, la noche se hace más oscura, más intensa. Miro por la ventana y veo esa negritud de nostalgia, esa melancolía que me acompaña siempre que vuelvo de México. Es como un eterno retorno de querer volver sin haberme ido aún de mi país.

 

No me canso de escribirlo. Desde niño llevo a México dentro, muy adentro; y lo recuerdo como una música de fondo de Cri-Cri, de Lola Beltrán, y José Alfredo Jiménez, y Pedro Vargas, y Agustín Lara y Armando Manzanero. Es una música que entra por mi piel y corre y recorre las venas; y cala los huesos y hasta los tuétanos. Y esa música sigue fluyendo en la oscuridad de la noche, en el avión que me lleva a casa, a Madrid, pero que me aleja de México, mi otra casa.

 

Me enseñaron a amar a México desde que nací. Aquellas enseñanzas nos las marcó, con un sello de fuego y amor, nuestro padre, Joaquín Peláez. Nos privilegió a amar a México sin conocerlo e hizo que quedara como un tatuaje indeleble en nuestro espíritu.

 

Ahora vigilo el sueño de Mónica, mi Mónica, mi mujer que nació en Tequila, que destila agave y amor, que aglutina a toda la familia bajo su manto mexicano. Ahora vigilo su sueño porque ella me regaló otro; el sueño de que mis hijos llevaran sangre mexicana y se sintieran orgullosos de ello; y porque se sienten orgullosos también son amantes de todo lo que huela a México, sepa a México, rememore a México, como un acto sublime de un amor perfecto e incondicional hacia ese único pedazo de tierra que convive en nuestra Tierra y que le ha convertido en uno de sus hijos pródigos.

 

Tenemos un gran país. México es mucho más grande que cualquier imagen negativa. Es un país de gente buena, y trabajadora, y cordial y abierta de corazón, alma y espíritu. Es la combinación perfecta para sentirse orgulloso con sus paisajes y paisanajes, de sus playas, su cultura, su gastronomía; y también su peso en la Historia, ésa que guarda cada mexicano a lo largo de esta historia que conformamos todos los días desde hace muchos segundos, muchos minutos, muchas horas, muchos días, muchos meses, muchos años, muchas décadas, muchos siglos forjándonos como una gran nación.

 

Cuando escribo este artículo vuelo alto, como la oscuridad de la noche y la inmensidad del cielo. Vuelo alto hacia un infinito que no alcanzo a conocer, como mi amor inconmensurable por México. Por eso tengo en casa un maguey. Lo plantamos hace unos años. El maguey va creciendo todos los días, como mi nostalgia. Que siga creciendo y no pare para que mis recuerdos continúen vivos hacia ese México que me espera, nos espera con sus brazos abiertos de par en par para acogernos en su manto de un perfecto amor infinito.