Durante largas conversaciones se especuló que el desempeño inglés en la Eurocopa de futbol incidiría en el referéndum sobre la salida británica de la Unión Europea. Una coincidencia de fechas que, nunca sabremos, pudo ser factor para algunos votantes: nacionalismo y banderas, “God save the Queen” cantado con ahínco en la cancha y “Rule, Britannia!” gritado con violencia fuera de ella, afán de mostrar, primero con el balón y luego en el plebiscito, la superioridad de un pueblo respecto al resto del continente.
Acaso por eso, la resacosa mañana del viernes 24 de junio, cuando todo el planeta tenía opinión sobre el consumado Brexit, Roy Hodgson, seleccionador inglés, sorprendió con estas palabras: “No tengo una reacción en absoluto”.
Habiendo radicado en Suecia, Italia, Dinamarca, Suiza y Finlandia, políglota a diferencia de un pueblo que vive aferrado a la cada vez menor suficiencia de su idioma, culto y leído a proporciones excepcionales, Hodgson puede ser visto como el individuo más “europeo” (o continental) de sus compatriotas. No obstante, prefirió no pronunciarse, como antes el capitán Wayne Rooney o el galés Gareth Bale –quien pronto ocupará plaza de extranjero en el Real Madrid– se reservaron sus respectivas posturas.
Silencioso (¿frustrado?) en tan atribulado día, Hodgson llevaba varias semanas siendo relacionado con el Brexit por un inevitable juego de palabras: que una pronta eliminación europea significaría su salida del cargo de director técnico nacional.
De pronto, el propio entrenador habrá asimilado que su selección heredó una misión casi imposible: contribuir, aunque sea muy poco lo que de momento pueda hacerse, para acercar a un pueblo que jamás había estado tan dividido. Los maduros euroescépticos contra los jóvenes que se sienten traicionados; las urbes (Londres, Mánchester, Liverpool) que deseaban quedarse, contra las localidades pequeñas que impulsaron la ruptura; los seducidos por peroratas antiinmigrantes contra los que desdeñaron esos cantos populistas; los cientos de miles que no entienden qué será de su futuro, de sus estudios, sus carreras, sus permisos de residencia en el continente, y los que así de pronto se han arrepentido suplicando una repetición del sufragio –eso sin mencionar a los escoceses, que si siempre han vitoreado al rival de Inglaterra, este lunes tendrán mayores motivos que nunca para desgañitarse por Islandia; o los irlandeses del Norte, que incluso los protestantes y monárquicos ya este domingo apoyaban a la selección de la República de Irlanda, posible primer paso de una eventual unión política de la isla.
Es posible que en todo eso piense el hermético Roy (Woy, como le dicen por sus problemas para pronunciar la R) ante el partido en el que se juega su particular Brexit: Inglaterra encara la posibilidad de una segunda salida de Europa en cuatro días y su seleccionador sabe que, como con el primer ministro, David Cameron, no la sobreviviría en el cargo.
Apenas en noviembre, días después de los atentados de París, Inglaterra y Francia, disputaron un cotejo amistoso y vivieron el más conmovedor momento en su milenaria rivalidad: Wembley entonó La Marsellesa y pintó su arco con los colores de la bandera gala. La Europa que fue, la Europa en la que creímos, la Europa que al amanecer del viernes se había desvanecido parecía más hermanada que nunca.
Cosas del destino, de avanzar Inglaterra, enfrentará nada menos que a sus vecinos franceses. De nuevo será, como todo desde esta semana, con metáforas del Brexit a cada instante.