El sábado pasado se cumplieron 10 años de la controvertida elección presidencial que llevó a Felipe Calderón al poder federal. Al ser la más competida en la historia moderna de México, propició el cuestionamiento mismo de nuestro sistema electoral e incluso del presidencialismo como forma de gobierno. López Obrador, segundo lugar por menos de 235 mil votos –es decir, por una diferencia cardiaca de 0.56 %- tachó la elección de fraude, tomó Paseo de la Reforma y buscó violentar el orden constitucional tratando de evitar la toma de posesión de Calderón.

 

La sombra de 2006 fue uno de los principales problemas para el panista. La forma en que llegó al poder mermó su legitimidad percibida y asomaba, constantemente, una amenaza moderada pero real de ingobernabilidad. Por esto, en 2009 y 2012, Calderón intentó instaurar la segunda vuelta electoral para que México no volviese a experimentar ese grado de polarización. La miopía política no le permitió al país contar con este sistema para dirimir mejor las diferencias electorales, pero el riesgo de tener una apretada elección a tercios en 2018 ha reavivado el debate.

 

Retomo la propuesta de Calderón de 2012 porque, en términos teóricos y para efectos explicativos, representa la segunda vuelta “tradicional”: “La iniciativa propone que cuando ninguno de los candidatos contendientes por la presidencia (…) hubiese obtenido más del 50 % del total de los sufragios, se realice una segunda votación en la que participen solamente los dos candidatos que hayan obtenido el mayor número de sufragios en la primera votación” (Presidencia de la República, 2012). Es importante mencionar que la segunda vuelta, además de darle a uno de los candidatos el respaldo del 50 % más uno del electorado, también propicia mayorías legislativas sólidas, ya que obliga a los descartados a negociar su apoyo a alguno de los punteros.

 

Regresando al riesgo hipotético dentro de dos años, Leonardo Valdés Zurita –expresidente del IFE- declaró: “Si no hacemos nada en 2018, un candidato con algo así como 25 % de los votos puede ganar la elección presidencial. Eso quiere decir gobernar sin el apoyo de 75 % de los ciudadanos que votaron y eso (…) puede llevarnos a una crisis de legitimidad y a una situación, incluso, de ingobernabilidad” (Excélsior, 2015). Y Leo Zuckermann recalca en el mismo sentido: “En 2018, ¿queremos que nuestro jefe de Estado y del  gobierno federal, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el que ejerce un presupuesto de más de cuatro billones de pesos al año, sea elegido con menos de un tercio de los votos (…)? Desde luego que no” (Excélsior, 2016).

 

Muchos otros analistas, politólogos y teóricos del gobierno también apoyan la medida. Castañeda y Aguilar Camín, dos de los más visibles promotores, llevan algunos años empujando el tema: “La segunda vuelta en la elección presidencial parece imprescindible. Los números son elocuentes: en 1994, Ernesto Zedillo obtuvo 50 % del voto, Vicente Fox el 43 % en el 2000 y Felipe Calderón, en 2006, 35 %. México no puede ser gobernado por un presidente elegido por una proporción tan exigua del electorado” (Una agenda para México, 2011). Agregando el triunfo de Peña Nieto en 2012 –con el 38 % de los sufragios- uno llega a una conclusión un tanto preocupante: desde el año 2000 ningún presidente ha llegado al poder con la mayoría del electorado.

 

Para realmente contextualizar la necesidad de la segunda vuelta, lo mejor no es ver al primer lugar sino al segundo y tercero. En 2012, por ejemplo, López Obrador obtuvo el 31 % de los votos y Vázquez Mota el 25 %. Es decir, más mexicanos estaban en contra de Peña Nieto que a favor, pero aun así éste gobierna. ¿Y si solo Peña Nieto y López Obrador hubiesen pasado a una segunda vuelta? Sospecho que, por el voto anti-López Obrador que existe en el PAN, el margen de victoria del priista hubiese crecido.

 

Siguiendo con el análisis contrafactual, en un 2006 con segunda vuelta, es probable que buena parte del voto priista se hubiese inclinado por Calderón en la segunda. Esto hubiese ensanchado el margen de victoria del panista y, de pasada, habría reducido los eventuales argumentos del perdedor contra las instituciones mexicanas. Quiero aclarar que la instauración de este esquema no debe pensarse contra alguien en específico, sino como un mecanismo para darle mayor certeza, firmeza y legitimidad percibida a quien encabeza el gobierno federal.

 

La segunda vuelta electoral ya ha demostrado su eficacia en países como Francia, Argentina, Chile, Costa Rica y Colombia, entre otros. Recordar el 2006 debe servir para más que solo revivir rencillas políticas. Un presidente elegido por un tercio del electorado o menos no es la mejor cara de la democracia; podemos hacerlo mejor y la herramienta ya sabemos cuál es.