Aparecen cada semana. Violencia, división y muerte salpican el calendario y el mapa. La provocación toma el control de la política y del sentir de las naciones. Ante la impresión de que los defectos se acentúan y las virtudes se esconden, ya no queremos saber nada de nadie; solo queremos estar en paz. Pero asustado y acorralado, el animal suele ser el más agresivo.
Nuestros tiempos inquietan. Vemos certezas esfumándose y estructuras antes intocables siendo rebasadas. Terrorismo, violencia racial, fundamentalismo, xenofobia, inestabilidad política, crisis migratoria, nacionalismo, desigualdad, retórica divisoria… Hoy el mundo se siente menos acogedor y más peligroso que hace un par de décadas. Pero, ¿por qué una sensación de que las cosas solo empeorarán contagia al planeta?
The Economist culpa a “la política de la ira” que separa sin pensar en consecuencias. El académico de Harvard, Michael Ignatieff, considera que parte deriva de la creciente “división entre cosmopolitas y nacionalistas” y sus respectivas formas de entender el mundo. The New York Times va directo a la cura: “inculcar firmemente la idea de que la única defensa segura es permanecer fiel a lo que las sociedades democráticas representan”.
En fin, nadie sabe qué es o cómo se llama. Pero, como el juego que todos jugamos, es la sensación que todos sentimos. Mientras la tranquilidad comienza a ser más un recuerdo, nos surgen preguntas automáticas: ¿las cosas están peor que antes?, ¿el mundo se está yendo al demonio?, ¿estamos perdiendo nuestra humanidad? Muchos meditamos estas cuestiones. Lo hacemos por –se vale decirlo- miedo a la incertidumbre. Pero refutemos a Alfred Hitchcock: no podemos dejar que la expectativa del disparo nos asuste más que el disparo mismo. Éste ya ocurrió.
El apego natural del hombre a su terruño le obliga a imaginar cuándo y en qué forma llegará el desasosiego global a su puerta…o si ya llegó con algún disfraz. Todo esto es debatible –tal vez usted piense que las cosas están bien- pero lo que parece bastante claro es que, en la época de la comunicación infinita, una explosión a ocho mil kilómetros nos afecta de muchas maneras y nos contagia de otras tantas. Ese sentimiento ha propiciado distintos debates, siendo uno el “cinismo” que implica lamentar unas muertes más que otras.
Todas las vidas humanas valen lo mismo. Pero cada vez escucho a más gente preguntar cosas como, “¿por qué todos se indignan con el ataque al bar en Orlando o a los peatones en Niza, y no con los 292 muertos en Bagdad o los 52 en Camerún?”. Creo tener una explicación: la violencia en los países desarrollados nos impacta más porque aspiramos a ser como ellos. Cuando son atacados, también se está atacando la aspiración de muchas otras naciones, incluida la nuestra.
Nos marca más el tema de Orlando que la muerte de 21 rehenes en Bangladesh, no porque creamos que una vida estadounidense vale más que una bangladesí, sino porque tenemos –o aspiramos a tener- más en común con los primeros. Sí, la hegemonía cultural de los países desarrollados influye en que los veamos hacia arriba para ciertas cosas, pero cuando se ataca a las potencias que vemos con envidia y admiración, nos sentimos más vulnerables.
¿Y la solución ante taciturno panorama? La consolidación de los valores democráticos, como dice el diario neoyorquino. Estoy muy tentado a decir que la “desreligionalización” también ayudaría –el dogma es la mayor división entre los hombres- pero entraría en conflicto con mi primera elección. Así que mi apuesta es por la democracia: tolerancia, igualdad, pluralismo y libertad.
Hay épocas en las que el espíritu colectivo es más que esperanzador. Piense en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Tanto ganadores como perdedores vieron con ánimo el fin del conflicto: era, al fin y al cabo, una oportunidad para todos de volver a empezar. Hoy, lo que estamos viendo es la pugna entre visiones del mundo. Entonces, ¿cuál debe ser el espíritu de nuestra época? El que a la larga genera menos conflictos: el del convencimiento.
Durante un discurso reciente, Barack Obama describió nuestra época –a pesar de todo- como “la más pacífica, más próspera y más progresista en la historia”. Los indicadores lo apoyan. El reto, entonces, es seguir avanzando sin traicionar los valores democráticos, mismos que hasta hoy han demostrado ser el mejor intento para compensar siglos de sometimiento de unos sobre otros.