Seguramente después de ver lo que sucede en nuestro país y varias partes del mundo con las guerras, el terrorismo, la corrupción, la agresión, muertes, inseguridad, descuido de la naturaleza y un largo etcétera nos sentimos, por un lado, afectados de que eso esté pasando cada vez con mayor frecuencia e intensidad y, por el otro, si tenemos suerte, agradecidos de que no seamos los afectados directamente de estos actos de horror que la humanidad ha creado.
El sentimiento que surge en mi frente a estas circunstancias es de indefensión, de miedo, de impotencia, de inseguridad frente a ideas y formas de ver y vivir la vida que son totalmente diferentes a lo que muchos de nosotros pensamos y sentimos; todo esto se convierte en una sensación de pequeñez frente al tamaño de los hechos tan destructivos que vemos. Los seres humanos funcionamos de forma dual, es decir, todos tenemos interiorizada una parte positiva, buena, y otra parte negativa, donde el mal se desarrolla y ambas las proyectamos al mundo.
La mayoría de las veces la visión que tenemos de la vida es la que manda en nuestra forma de actuar y ésta es una visión distorsionada, ya que surge de las formas, principios y creencias heredadas de nuestros ancestros, quienes a su vez fueron educados y crearon su propia percepción del mundo de acuerdo a la forma en que vivieron su vida, dependiendo de si fueron aceptados, amados o no, si vivieron con violencia o demasiada rigidez o en un medio ambiente cálido, lo cual afecta nuestra forma de ver el mundo.
Es decir, nos da una visión de la realidad determinada y así percibimos y reaccionamos frente a la vida, dependiendo de lo que vivimos de pequeños. Es en este proceso de vida donde muy posiblemente sucede que se adormece en nosotros ese espacio interno donde se encuentra la sensibilidad, y nos protegemos creando una capa dura para no sentir dolor, alejándonos de nosotros mismos, de nuestra naturaleza esencial que es sentir.
Por desgracia, si no tenemos la capacidad de sentir nuestro propio dolor es muy difícil poder sentir el del otro, no se desarrolla la empatía y mucho menos la compasión; lo único que en esos momentos existe claro para sostenernos son las ideas y creencias que se cultivaron dentro de nosotros y que nos alejaron de nuestras emociones, que pueden ser tan frías, tan insensibles que sólo pensamos que lo importante es sentirnos más poderosos que el otro, lo cual no nos permite tener una perspectiva más clara del mundo. Lo que se aleja de esa idea nos da miedo e inseguridad y creemos que dormir nuestro dolor es mejor, preferimos no verlo ni tocarlo.
Creo que es desde este adormecimiento que nos hacemos más insensibles, y es desde ese adormecimiento que el ser humano tiene la capacidad de crear y hacerse tanto daño a sí mismo y al mundo en general, porque lo que está más activo en él es la idea de poder, de ser primero, el egoísmo, la cerrazón, la imposición de la fuerza por defender una idea sin pensar realmente en el otro y abrirse a la posibilidad de dialogo. Es así como creo que surge el terror de las guerras, de la insensibilidad, primero hacia nosotros mismos, luego hacia el otro y hacia el mundo. Es de la insensibilidad que surge la intolerancia y la no aceptación de la diferencia. Y todo se inicia en nuestra historia de vida, en nuestra infancia donde por evitar el dolor nos adormecemos interiormente para no sufrir, siendo que a la larga esto nos aleja más de nosotros mismos y del otro, del amor y del contacto; nos convierte en seres destructivos y totalmente insensibles.
Es por ello que es importante aceptar lo que nos duele, aceptar que somos vulnerables y abrirnos a la sensibilidad, porque es ahí de donde surge lo bueno que también tenemos como humanidad.