Niza es una ciudad señorial. Las casas tienen un toque aburguesado atrapado en el túnel del tiempo, tratando de estar siempre estáticas. La belleza de la urbe se aúna al esplendor de su mar. Es el Mediterráneo, el Mare Nostrum, cuya historia se confunde en los libros y tratados y también en novelas fantásticas de lo que pudo ser.

 

Pero el jueves pasado esta magia se rompió. Un supuesto miembro del DAESH, un terrorista de 31 años con dos hijos pequeños, decidió tirar por la calle de en medio. En su mente distorsionada y carcomida por el extremismo yihadista, se subió a un camión de gran tonelaje con el único fin de asesinar por asesinar.

 

Miles de inocentes, familias enteras, niños, jóvenes, adultos, ancianos miraban hacia el cielo para ver la luz de los fuegos artificiales. Segundos después, muchos de ellos la vieron de verdad. Sin darse cuenta, casi sin querer, se encontraron con la auténtica luz que refulgía en esa noche oscura. Y entonces descubrieron la verdad.

 

Las imágenes que todos vimos eran tan dramáticas como la matanza retorcida del que prepara un aquelarre de sacrificios. El que cometió aquel atentado sí es un ser, pero no es humano.

 

Ahora es de noche. Estoy caminando por el Paseo de los Ingleses. En mitad de la calle, en los rincones, por todos lados, me tropiezo con santuarios improvisados formados por velas, flores y leyendas. Son jaculatorias que hablan de las víctimas, de la unión, de Francia, de Dios. Son altares floridos de claveles blancos inmaculados y rosas rojas que lloran sangrando de inocencia salpicada de soledad, sudando tristeza y buscando un porqué, un porqué que nunca encontrarán.

 

El Paseo de los Ingleses es un río de velas que recuerdan dónde cayó cada uno de los mártires. Veo pequeños círculos iluminados y pienso en quien habrá muerto ahí. Imagino la desesperación de las familias, familias rotas porque estaban viendo los juegos pirotécnicos. Entonces, sin darte cuenta, un tanque en forma de camión les sesgó sus vidas igual que les cercenó sus cuerpos físicos.

 

Hay familias cuyos hijos han muerto y la esposa se encuentra agonizando en un hospital. A partir de ahí cualquier combinación es factible. En unos casos la mujer pierde al marido; en otros, a los hijos. En muchos desaparece toda la familia. Pienso y pienso en cada uno de ellos mientras camino por una calle que horas antes fue la protagonista de un macabro encuentro de ejecuciones masivas.

 

Al final de los santuarios, hay unas piedras colocadas en el suelo. Ese lugar es oscuro como la noche. Sólo se leen unos cuantos mensajes que van dirigidos al infinito de la sombra. Se lee con claridad “vete al diablo”. Es el punto donde murió el terrorista. Ahora que estoy pasando por el lugar indeseable, donde le abatieron, siento frío; me estremezco. No soporto el sitio. Entonces vuelvo a las luces donde me encuentro en paz conmigo mismo, con nuestros muertos, con Dios; y le rezo y le rezo con el alma ajironada, desde un corazón hecho añicos al ver la distancia eterna entre las víctimas y sus familias.

 

Todos los que nos encontramos en torno a los santuarios nos vamos un poco con ellos para que se unan en la luz eterna, donde ya no existe la dimensión.

 

Y en ese preciso momento escuchamos unos acordes de la Marsellesa; y empiezan a entonarla entre quejidos de gargantas rotas, abrazos alargados arrogando a todas las almas y manos que se confunden en una sola, mirando hacia arriba, hacia el firmamento, pidiendo a la más insigne de las deidades, o a todas a la vez, que ya no vuelva a ocurrir un acto tan terrible. Ojalá nos escuchen.