Mañana, primero de diciembre, Enrique Peña Nieto se quitará la banda presidencial. El mexiquense entregará la responsabilidad que cruzó su pecho por más de dos mil cien días, y la pondrá en manos del presidente del Congreso de la Unión para que éste se la dé al nuevo jefe del Ejecutivo. El fin de una era y el comienzo de otra. Apagar y prender. Cuando muchos auguraban un presidente cojo a mitad de camino, éste sopesó sus opciones: dejarse llevar por la apatía hasta el término de su periodo o relanzar su gobierno. Hoy sabemos que optó por la segunda.
La profundidad de su gran cruzada anticorrupción, lanzada durante el mensaje con motivo del cuarto informe de gobierno en 2016, no fue anticipada por ningún analista o político. Aquél golpe de timón tomó por sorpresa al sistema. En solo dos años y contra todo pronóstico, el presidente le demostró a la sociedad que combatir la corrupción es también firme vocación de su gobierno y de su partido. Hoy, hasta sus más férreos enemigos aceptan su contribución: la justicia ya nos es menos extraña y la distancia entre nosotros ha disminuido. En retrospectiva, su sexenio puede resumirse en tres periodos: las reformas, el laberinto y el resurgimiento.
A partir de ese año, el mañana expresidente hizo prácticamente suyo –en el buen sentido- el Sistema Nacional Anticorrupción. Ningún otro actor político pudo quitarle esa bandera y los resultados ahí están: los Duarte, Borge, Padrés y demás connotados delincuentes antes intocables, hoy duermen en prisión. En consecuencia, la cantidad de palabras tragadas por varios fue grande. Los que desdeñaron su esfuerzo anticorrupción, los que llamaron “patadas de ahogado” o “cortina de humo” al enfoque de integridad gubernamental que impulsó, tuvieron que retractarse.
Después de la renuncia de Manlio Fabio Beltrones al PRI en 2016, el presidente Peña Nieto tuvo el buen juicio de poner como cabeza de su partido a un tecnócrata con oídos limpios e ideas nuevas. Si bien en un principio las bases partidistas lo vieron con suspicacia, el nuevo perfil supo leer los ánimos sociales, y desde el Comité Ejecutivo Nacional, lanzó un mensaje en la misma tesitura que el gobierno: lucha anticorrupción, dignificación del servicio público y combate a la impunidad.
A partir de entonces, el gobierno y el PRI hicieron una estupenda mancuerna. El primero se encargó de responder al hartazgo ciudadano ante la corrupción rampante, y el segundo de depurar sus filas de perfiles cuestionables para generar mayor confianza entre la sociedad mexicana. Si bien el tricolor perdió Coahuila en 2017, gracias a este esfuerzo imaginado por nadie, el PRI logró retener Nayarit y la entidad de entidades y tierra presidencial, el Estado de México.
El resto de la historia ya la conocemos. La popularidad del presidente, si bien no volvió a sus niveles iniciales, se recuperó bastante con respecto a los sombríos 2015 y 2016 –el laberinto-. Asimismo, el PRI logró convertir la lucha anticorrupción del gobierno en una prórroga de confianza ciudadana, aspecto que le permitirá a Enrique Peña Nieto entregar mañana el mando a su colega de partido –que, cabe mencionar, debido a su gran experiencia y vocación de servicio público transparente, era el priista idóneo para continuar y personificar la transición a la integridad-.
Todo presidente se va con aciertos y errores, pero este debería irse en hombros por su voluntad –antes desconocida- de atacar firmemente nuestro gran problema. No solo es la lucha anticorrupción en sí, es también la voluntad de escuchar, meditar y rectificar. Por supuesto que debemos seguir adelante. México no es una obra terminada ni tampoco un periodo en el tiempo. Pero algo de moraleja nos deja este sexenio: los dos años en los que Enrique Peña Nieto no se encontraba a sí mismo, cimentaron sus dos mejores.