Como humanidad algo nos inhibe de comparar a los héroes de la actualidad con los del pasado; acaso la idealización de lo que ya fue, acaso la nostalgia de lo que alrededor de ellos se vivió, acaso una sensación de traición si ponderamos por encima de los ídolos clásicos a quienes han aparecido más tarde.
Por ponerlo en términos de música, podemos pensar en la etiqueta de insuperable que se adhiere a Mozart; o en letras, en el tabú que representaría aseverar que alguien escribe mejor en inglés que Shakespeare; o en futbol, en el aura de mitología y misticismo con que se suele blindar tanto a Pelé como a Maradona.
Me ha costado admitirlo, pero hoy no dudo que Simone Biles ha superado a Nadia Comaneci; planteamiento con tintes de cisma religioso o herejía, máxime si lo primero que se asume de la rumana fue que al conquistar aquel inédito 10 en Montreal 1976, se convirtió en la mujer perfecta y, desde ese espacio etéreo, exenta de todo comparativo.
Nadia y Simone tienen poco en común, más allá de la perfección en sus movimientos y la sublimación del concepto de la gimnasia. Cuerpos muy distintos, actitudes opuestas, culturas contrastadas, eras deportivas que poco se parecen y hasta la edad de consagración (la rumana con 14 años en Montreal, la estadunidense ahora con 19). En este debate se dice, y no sin razón, que la exigencia física y el grado de dificultad son mucho más altos en la actualidad, lo cual tampoco puede echarse en cara a Nadia: cada quien destaca en el período que le corresponde y bajo los parámetros imperantes en su momento.
En la cultura griega siempre se aseguró que nadie sería más fuerte que Heracles ni más rápido que el de los pies ágiles, Aquiles. En nuestros días mantenemos algo de ese pudor, como si al celebrar los épicos vuelos de Simone Biles, hiciera falta renegar de la lírica con sentimientos al límite de la niña Nadia.
Lo primero que debemos comprender es que hoy no habría Simone sin antes haber existido una Nadia, como la música por siempre es otra desde Wolfgang Amadeus, como las letras inglesas no se explican sin Shakespeare, como los terrenos del balón tienen que referirse el patriarcado ejercido por Pelé y Diego Armando.
Sin embargo, tampoco habríamos tenido a Comaneci sin otras virtuosas que la antecedieron como Larisa Latynina o Vera Caslavska, tal como quienes sigan traerán impregnados en sus cromosomas lo que Biles deje como estela. Me atrevo a decir que, precisamente, en eso consiste una civilización: así se construye una dilatadísima cadena histórica de conocimiento, así se comparte y retoma, así se copia y mejora, así se perfecciona lo que era perfecto y se asume perfecto lo que al cabo del tiempo ya no lo será.