Las maletas guardan secretos que sólo se conocen cuando uno quiere abrirlas. El destino es el lugar donde uno va sin querer porque lo conduce la Providencia.

 

Hace muchos años, pero nunca demasiados, hice mi primera maleta para venir a México. Era muy niño. No llegaba a los diez años.

 

En aquella maleta introduje la ilusión y la aventura del infante que acompañaba a su padre con un candado de seguridad que impone el progenitor. Por que la maleta llevaba demasiados kilos para poder facturar. Pesaba por el temor a lo desconocido y por el morbo de conocerlo.

 

Y entonces llegué a aquel México de los 70’s donde el organillero del Bellas Artes llevaba muchos años en la misma esquina y el bolero lustraba los zapatos con la misma tenacidad del primer día. Aquel México olía a chile y taco, en una simbiosis perfecta.

 

Llegué a aquel México cuya altura me embriagaba durante las centenares de veces hasta que fui acostumbrando mi alma y mi cuerpo a la bendita altura del Popocatepetl , mi referencia desde niño. Y entonces me acostumbré a ese mal de altura, como al mal de amores y desamores. Me impregné enseguida de mi México. Y entonces fui descubriendo las playas del Caribe y el danzón de Veracruz y los pastes de Hidalgo y el chilorio del Norte y la almeja chocolata del puerto de Mazatlan y los chiles en nogada de Puebla y el mariachi y sus amores imposibles y el tequila de Jalisco y el café de Chiapas y Guerrrero y los toros de Tlaxcala y la Feria de San Marcos en Aguascalientes y el Bajío y ciudades con reminiscencias de España y tantas simbiosis que entraron por mis venas y ya se quedaron dentro de mí.

 

Transcurrían los años y mi amor por la tierra mexicana se acrecentaba como mi nostalgia. Porque Dios colocó a México en un punto exacto del Planeta; en ese lugar donde la inmensidad del mar parece fagocitarse al Golfo de México. Pero es al revés . Es el Golfo el que aprovechó las bondades del mar y supo libar su sabia para aprehender y asimilar toda nuestra riqueza.

 

Porque México fue creado por Dios el día de su máxima inspiración. No creó uno, sino treinta y dos, cada quien con su idiosincrasia, con su personalidad, complementándose con los otros, con el resto, siendo uno y treinta y dos distintos pero iguales , jalando parejo para confundirse en la realidad incomensurable que tenemos en nuestra querida tierra.

 

Ahora que regreso a parte de mis orígenes, la sangre invoca a la sangre, la familia vive dentro de mí, de mis hijos, de mis sobrinos . México me concedió el privilegio para que, desde el vientre de nuestras mujeres, nuestra descendencia pudiera libar la esencia de ser mexicano.

 

Por eso nunca me canso de preconizar allá donde voy, lo orgulloso que me siento de mi gente, de mis compatriotas mexicanos aunque no haya nacido aquí o no tenga pasaporte.

 

El pasaporte no es un documento alfombrado de visados. No. El pasaporte es la profundidad del amor que se forja más allá del espíritu con nombres tatuados. El mío tiene dos: España y México. Ese pasaporte lo llevaré siempre con orgullo y honor.

 

Gracias México. Ya llegué.