RÍO DE JANEIRO. Usain Bolt, el esprinter más grande de la historia, consumó su triple-triplete olímpico al conquistar, como miembro del relevo jamaicano 4×100, su novena medalla de oro olímpica, después de haber ganado las finales individuales de 100 y 200 metros.
Usain se arrodilló y besó la pista azul del estadio Olímpico de Engenhao tras conseguir su tercera presea en los Juegos de Río. Agradeció al cielo su nueva victoria y palmeó el número 3 que marca el tercer carril en la línea de meta, en referencia a las que se lleva a casa en esta justa. El público premió su demostración con sus gritos repetidos habituales de “U-Saint-Bolt”.
Bolt clausuró en Río 2016 su trayectoria olímpica al comienzo de la fase declinante de una órbita que deja en el firmamento atlético una estela de nueve medallas de oro, igualando la cuenta de Paavo Nurmi y Carl Lewis.
Jamaica, con un Bolt motivado como nunca en la última posta, consiguió su tercera medalla de oro consecutiva en el relevo corto con un tiempo de 37.27 y, sorprendentemente, Estados Unidos, que partía con posibilidades teóricas de batir a sus grandes enemigos jamaicanos, perdió por dos centésimas incluso la plata en favor de Japón, que llegó segundo con 37.60.
Al día siguiente de constatar sobre la pista, en su última carrera olímpica individual, que ya no puede con sus récords, ni siquiera en la distancia -los 200 metros- en la que todavía soñaba con hacerlo, Bolt apagó su propio pebetero dos días antes de que la llama olímpica de Río se extinga en Maracaná.
“Me estoy haciendo viejo”, confesó tras ganar el oro en 200 con 19.78, demasiado lejos de su récord (19.19).
Como si quisiera refutar sus propias palabras, Bolt realizó una posta final imperial. Cruzó la raya con gesto majestuoso que contrastaba vivamente con la crispación del último relevista estadounidense Trayvon Bromell, que en su descomposición pisó la calle adyacente y el cuarteto americano fue descalificado después de haber cedido, incluso, ante Japón.
El mismo día en que se apagará el fuego sagrado, Bolt cumplirá 30 años y habrá completado dos ciclos olímpicos sin conocer la derrota más que ante sí mismo en grandes campeonatos.
Car Lewis le aconseja que no se precipite a la hora del adiós, que lo haga sólo “cuando esté listo, ni un segundo antes”, porque también Michael Phelps se fue dos veces y otras tantas regresó para seguir siendo el mejor nadador de la historia.
Trece años después de darse a conocer con su victoria en los Mundiales juveniles de Sherbrooke (Canadá) y su récord mundial júnior (19.93) la temporada siguiente, Bolt deja huérfano al atletismo olímpico, que difícilmente encontrará una figura publicitaria de su categoría, capaz no solo de ingresar 23 millones de dólares -según Forbes-, sino de encandilar a medio mundo.
Su biografía recuerda que un muchacho de 17 años, larguirucho, desgarbado y tímido, se encomendó en 2004 a la dirección técnica de Glen Mills, el hombre que un año antes había hecho campeón mundial al cristobalense Kim Collins en París.
Los Juegos Olímpicos le han transfigurado en leyenda viva del deporte. Siempre anheló -no tuvo empacho en proclamarlo reiteradamente- convertirse en un mito equiparable a Mohamed Alí o a Pelé. JMS|NN