Existen varios listados de palabras que resultan imposibles de traducir. Está por ejemplo toska, término ruso que habla de algo así como una inexplicable desolación; o la alemana Schadenfreude, especie de gozo ante el sufrimiento ajeno.
En todos esos listados, suelen estar incluidas dos palabras medulares para entender el adiós a los Olímpicos cariocas y la bienvenida a los tokiotas. En el primero de los casos, la saudade; en el segundo, la omotenashi; dos conceptos que, no en vano, aparecieron en primerísimo plano durante la ceremonia que cerró Río 2016 y entregó la estafeta a Tokio 2020.
La noche del domingo en Maracaná, fue toda saudade, honor al fado portugués del que desciende en parte el pueblo brasileño. Un poema escrito especialmente para esta fecha, profundizaba en eso que podemos equiparar a melancolía, aun a sabiendas de que quedaremos cortos. “No tengo saudade de lo que viví, porque todo continúa aquí. En la superficie de la piel, que en mi siente, el viento del pasado en el presente. No tengo saudade de lo que viví (vi, oí, soñé, sentí), porque ya se convirtió en lo que soy”.
Los videos con imágenes de algunos de los momentos cumbre de estos Olímpicos, los miedos a lo que viene, la asimilación de lo que concluyó, el retomar aspectos de la inauguración (la reforestación, por ejemplo) dimensionando con dificultad que apenas transcurrieron 16 días que en nuestro recuerdo equivalen a varios más.
Y llegó Tokio gritando de entrada gracias o arigato: por la confianza de ser elegida como sede, por el apoyo recibido unos años atrás, con el devastador terremoto y consiguiente tsunami que golpeó a la planta de Fukushima.
Una vez que efectuó un deslumbrante despliegue de lo que es y cómo es, con imágenes de esa inigualable capital, con su tecnología que promete impresionarnos en 2020, con la intervención de figuras de la cultura popular (Doraemon, Oliver Atom, Hello Kity, Pac-man), con el sentido del humor al convertir al Primer Ministro Shinzo Abe en Súper Mario, entonces Tokio se apegó a esa palabra: omotenashi, cuya traducción a botepronto es “hospitalidad”, pero que va muchísimo más allá: hacer sentir bien a quien te visita, generar las condiciones para que el prójimo esté a gusto, abrirse al otro sin esperar nada a cambio. Eso nos permite entender por qué en Japón es común que quien te atiende se ponga de rodillas, que se envuelvan tan cuidadosamente todas las compras que hacemos, que se haga de cada encuentro una ceremonia, que se nos obsequie te en el trámite de apariencia más pronta e irrelevante, que se grite coralmente irasshaimase (¡bienvenido!) cada que ingresamos a un restaurante, que si pedimos indicaciones por la calla a quien no habla nuestro idioma, se ofrezca a llevarnos del brazo al destino. Omotenashi, que esconde otra palabra japonesa sin traducción que es kokoro, respecto a la cual José Juan Tablada, citado por Octavio Paz, decía: “kokoro es más, es el corazón y la mente, la sensación y el pensamiento y las mismas entrañas, como si a los japoneses no les bastase sentir con sólo el corazón”.
De la saudade al omotenashi, cambiamos de página: dos culturas opuestas, dos concepciones radicalmente diferentes y dos palabras intraducibles; intraducibles como los sentimientos que rodean al mundo cuando unos Olímpicos terminan y se ha abierto formalmente una nueva olimpiada.