Nos pasamos la vida corriendo, procesando información superflua, titularizando los momentos, pero sin profundizar en ellos.
Nos devora la tecnología. Somos esclavos de ella. No podemos vivir sin la “Red”, sin el santoral de la Internet.
El teléfono se ha convertido en un apéndice de nuestro cuerpo que descansa entre el hombro y el cuello, mientras con los dedos mandamos WhatsApps y obedecemos absortos a la reflexión del consumismo de una computadora que nos arregla la vida, porque hemos comprado un colchón por Internet o nos hemos bajado 50 mil canciones que no nos dará tiempo de escucharlas en toda nuestra existencia.
Pero da igual. Eso es irrelevante. Lo importante es que hemos consumido nuestro tiempo en bajar 50 mil canciones, mientras hablamos por teléfono y enviamos WhatsApps.
Y en esto, nuestros hijos adolescentes nos preguntan algo. Da igual qué. No nos enteramos. Lo pueden buscar en Internet.
A veces también ocurre el proceso contrario. Queremos hablar con ellos, pero llegamos en un momento inoportuno. Están hablando por el móvil con uno de sus múltiples grupos de chat de amigos cibernautas invisibles, a los que se les regala un “te quiero” impersonal.
Ya no existe la conquista a través de las misivas. Los sellos prácticamente desaparecieron.
Cuando el tiempo era tiempo, los jóvenes esperábamos impacientes las cartas de nuestras novias. Aquellos amores podían ser fugaces como la propia adolescencia, pero eran verdaderos. Tan verdaderos como el primer beso. La enamorada estaba enfrente de ti y existía la magia de salir, platicar, mirarse a los ojos, tomarse de la mano y, detrás de todo ese ritual, un beso que parecía eterno.
Hoy, los amoríos, y desamores, y las conversaciones, y también los negocios, y las buenas y malas noticias, y las enfermedades, y las confrontaciones, y las amistades, y las intimidades y las llamadas de atención se realizan y resuelven a través de los mensajes virtuales, de los WhatsApps o de las innumerables aplicaciones de redes sociales de Facebook, Twitter o Instagram.
Y tal vez la reina de la falacia sea la llamada “Snapchat”, donde cuelgas una foto durante unos segundos y desaparece. Es tan falaz como un truco de magia, tan falsa como la vida que estamos viviendo.
Y entonces, de repente, un día, tu hija te dice que se va a Alemania a estudiar todo un año.
Y entonces tu castillo se derrumba, porque es de naipes basado en la virtualidad, en la falta de comunicación.
Y entonces recuerdas el momento en que nació hace casi 18 años, y también los desvelos que pasaste cuando estaba enferma, y cómo fue creciendo y cómo se hizo mayor sin darte cuenta.
Y es entonces cuando te percatas de que te has perdido de pasear con ella, y viajar con ella, y hablar con ella, y ver las puertas de sol con ella, y leer juntos un libro, y escuchar sus inquietudes y emociones.
Y te das cuenta de que nunca te interesaste por sus amigos ni por el único novio que alguna vez tuvo. Y también te das cuenta que no saboreaste sus triunfos en el baile o en gimnasia, a pesar de lo mucho que se esforzó. Y tampoco del día que te leyó un texto maravilloso que escribió desde el alma y al que no hiciste ni caso y que ahora buscas desesperadamente en su habitación vacía, y de que el tiempo se ha ido como tu hija.
Porque cuando roza la mayoría de edad, tu niña ya tiene su vida formada y todo Alemania por descubrir.
Te queda la falsa esperanza de que volverá. Y, sí, vendrá pronto a visitarnos. Pero de Alemania saltará a otro lugar o se enraizará allí. Es la ley no escrita de la vida. Seguirá su rumbo como todos lo hemos hecho.
Y tú te quedarás durmiendo en la melancolía, con vagos recuerdos porque todos te los perdiste por esa vida rápida que viste pasar sin darte cuenta por la maldita Internet, y el Snapchat, y el móvil y toda esa incomunicación de la que abrevamos hoy todos los seres humanos, que sólo ha hecho distanciarte para siempre de tu sangre.
Volverá, aunque ya no será del todo. Y la Tierra seguirá girando, burlándose de todos nosotros, de nuestra necedad, de cómo vemos pasar la vida sin darnos cuenta hasta que nos damos cuenta. Pero ya es tarde.
Al final nos vamos al infinito de la luz sin haber vivido la vida, el más preciado regalo que Dios, nuestro Señor, nos concedió.