Su afición tenía que ir, como cada uno de sus versos, como cada uno de sus estribillos, como cada una de sus canciones, cargada de protesta.
Una declaración, publicada por la revista Rolling Stone en 2016, resumía el desencanto del ahora Nobel de Literatura, Bob Dylan, con el deporte de sus amores, el beisbol: “El problema con los equipos de beisbol es que todos los jugadores son negociados; lo que tu equipo favorito solía ser, con un par de jugadores que te gustaban de verdad y ya no están, y ya no hay forma posible de que continúe siendo tu equipo favorito. Es un poco como con tu uniforme preferido. Dicho eso, claro, me gusta Detroit. Pese a eso, también me gusta Ozzie como entrenador. Y no puedo entender que a alguien no le encante Derek; lo prefiero tener a él en el equipo antes que a nadie”.
La simple alusión por nombre de pila a Ozzie Guillén y Derek Jeter representa algo más que una muestra de la devoción que Dylan guarda por el denominado American Pastime. Como muchos niños judíos nacidos en la Unión Americana durante la primera mitad del siglo XX (incluyamos ahí al escritor Philip Roth, al filósofo Noam Chomsky, al actor Dustin Hoffman, incluso en algún momento al cineasta Woody Allen), Dylan encontró en el beisbol algo más que una forma de integrarse al mosaico y la rutina estadunidenses.
Eso y su idolatría por un bateador de la dimensión de Roger Maris acercaron al músico a este deporte, aunque siempre evidenciando la desazón por esa capacidad de los jugadores de cambiar de franela y dejar atrás a toda una afición. Su canción Catfish, dedicada al histórico ganador de cinco Series Mundiales, Catfish Hunter, habla al respecto. A mediados de los setenta, el pitcher libró un sonado proceso legal para poderse integrar a los Yanquis de Nueva York como superpagado agente libre; “Yo no pertenezco a nadie”, repetía a sus allegados quien abriría el camino para que los peloteros de la siguiente generación ganaran muchísimo más dinero.
Obviamente al traducir la canción se pierde la rima, pero dice lo siguiente: “Noche perezosa de estadio. Catfish en el montículo. Tercer strike, dijo el umpire. Mejor regresarme y sentarme. Catfish, hombre del millón, nadie puede lanzar la bola como Catfish. Solía trabajar en la granja del señor Finley, pero el viejo no quería pagar más. Entonces empacó su manopla y se llevó su brazo. Y un día simplemente corrió lejos. Vino a donde los Yanquis están. Se vistió con un traje a rayas. Fumó un puro hecho a medida. Se calzó botas de cocodrilo”.
Tras hablar de los ponches consumados por el serpentinero y clamar sus 20 victorias por temporada, el músico pronosticaba en la canción que Catfish terminaría en el Salón de la Fama. Pronóstico que probó ser acertado, a diferencia del de muchos que aseguraban que el propio Robert Zimmerman, célebre como Bob Dylan, ése que incluso prestó su rasposa voz para el emblemático “Take me out to the ball game”, nunca ganaría un Nobel de Literatura.
Las críticas son tantas como la valentía del comité en Suecia. Tantas incluso como sus méritos: todo un Nobel a quienes han forjado las más bellas letras acunadas por música popular; todo un Nobel para un listado que incluye a Jim Morrison, Ian Curtis, Freddie Mercury, Lennon y McCartney, Leonard Cohen, Thom Yorke, en español Cerati y Sabina, y tantas más voces que cantaron –y no sólo recitaron– maravillosos versos y párrafos.
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