Mi hijo Joaquín está desayunando cereal con galletas. Es domingo en la mañana. Vengo de correr. Disfruto la sensación del cansancio físico cuando el esfuerzo se supera, como todo en la vida.
La casa está decorada de un olor a café de Guerrero. Es una ornamentación que invade la cocina y el comedor. Vuela por las habitaciones también y se escapa por los rincones de las ventanas que dan a la nada y al todo al mismo tiempo.
La casa sabe a café y mermelada, a un sabor de hogar particular; es un embrión donde me refugio con mi sangre y hablo con ella para que me cuente su infinitud de la vida, de sus aventuras, de sus sinsabores, pero también de su recompensa por saberse vivo, vivo y presente; vivo, y presente, y amado y también deseado.
Todo ello configura la magia de la única aventura del hombre, que es su paso por el camino de la vida.
Y entonces Joaquín, con sus 15 años me pregunta con cierta preocupación que qué debería ser de mayor. Es un muchacho sereno, brillante, intelectual. Pero la experiencia de su edad le ayuda a la confusión, a no estar seguro de la amalgama de estudios u oficios que quiere hacer para ganarse la vida con honradez.
Pero de todo, lo que más le interesa es ser director de cine. Quisiera contar la realidad y la ficción, tal vez su realidad y su ficción. Y todo con los ojos de los 15 años, que nunca dejan mentir.
Entonces le miro con ternura. Reflexiono y hablamos en esa conversación de padre e hijo intentando que libe la sabiduría de la edad, de una experiencia que sólo la otorga la diacronía en la experiencia de la vida.
Creo que no es relevante lo que vaya a hacer. Lo que sí es importante es que, lo que haga, lo haga con ilusión.
Su enigma será encontrar la felicidad en el futuro que le espera a él y a tantos otros jóvenes. Y es que aunque parece algo fácil, es extraordinariamente complejo. Se trata de buscar la felicidad verdadera.
Me parece bien que quiera estudiar cine. La época de los títulos universitarios ya se está acabando. A su edad, el empeño de quien escribe este artículo, y de tantos de su generación, era estudiar una carrera universitaria. Hoy esto ha cambiado radicalmente. Nada es como antes y nada nunca más lo será. Las carreras universitarias tenderán a desaparecer y nacerán oficios, hoy inimaginables. Tendremos una sociedad longeva y ociosa a la que habrá que ayudar y sostener.
La tecnología tenderá a comerse la mano de obra –ya lo hace– y existirá una sociedad que tendrá que saber cómo ganarse la vida de una manera honesta y, lo más importante, cómo ocupar el tiempo en una vida donde todo será demasiado fácil y muy difícil al mismo tiempo.
Por eso, mientras Joaquín sigue con su cereal con galletas, y yo me tomo mi café de Guerrero, le insisto en que busque su felicidad. Como en todo le ayudará la suerte. Pero a eso le ayudaré. Es mi obligación. Para eso soy su padre.