Hubo un tiempo en que el Cruz Azul fue visto como símbolo de derrotas de último minuto, aquel que llegaba a las puertas de la gloria pero no lograba abrirlas, experto en ilusionarse y de último momento frustrarse.
La losa del más pesado de los cementos se construyó en dos escasos años que incluyeron cinco subcampeonatos: en el Clausura 2008 perdió la final ante Santos por un gol; en el Apertura 2008 frente a Toluca en una serie de penales que llegó al séptimo cobro; en el Apertura 2009 contra Monterrey tras haber tenido dos tantos de ventaja en la ida y como visitante; en las ediciones 2009 y 2010 de la Copa de Campeones de la Concacaf (la segunda, por cierto, con un tanto adverso al minuto 92, cuando el título se daba más que por hecho).
A esa herida sólo podían faltarle dos úlceras: la primera, contemplar tan lejos como en 1997 la última liga conquistada; la segunda, haber perdido en mayo de 2013 la final más inverosímil que nuestro futbol jamás haya visto: esa ante un América que tenía 10 hombres casi desde el inicio, con postes y fallas increíbles de los ofensivos azules que habrían representado algo más que la corona, con el gol de descuento al 89 y el del empate al 93 por medio de un remate del portero desviado al arco por un defensor, con una serie de penales que incluyó resbalones y todo lo necesario para que Cruz Azul volviera a ahogarse a metros de la orilla.
Todo lo anterior se refiere a la tragedia del Cruz Azul subcampeonísimo; tragedia que, visto lo que acontece en la actualidad, no era tan mala.
Lo único peor que perder los trofeos de forma épica, es ni siquiera estar cerca de disputarlos y al ya-merito ha seguido aquí el que ni siquiera se puede ilusionar.
Este miércoles cayó en casa en cuartos de final de la Copa Mx, derrota que no sería para tanto si se considera la relevancia del torneo (mismo que, en esta sequía, la Máquina ya ganó en 2013), pero que sí es para mucho si se analiza el presente de la institución. Un torneo de liga mediocre, en el que aún aspira a calificar, pero lleno de sensaciones lamentables, como la debacle ante América tras ir arriba 3-0 (otra vez, patrimonio cementero: perder lo imperdible). Un director técnico como Tomás Boy empecinado en sublimar sus desplantes y bajos modales. Un plantel que parecía bien armado, pero cuyo único rasgo innegable es que ha vuelto a contribuir al sueño de los promotores, con llegadas múltiples a cada semestre y su consiguiente repartición de comisiones.
La fatalista Máquina, aristocracia tan venida a menos que ni ella misma se cree su ilustre pasado, ya se olvidó de lo que fue: de cuando tenía apenas 16 años de haber pisado la primera división y totalizaba siete títulos de liga de los valiosos, de los que se disputaban en formato anual.
De llorar por ser segundona, su afición ha pasado al más grave de los estados: ya ni siquiera llorar; resumen perfecto de lo que queda: hastío y resignación.
Twitter/albertolati