Mezcla que puede ser peligrosa: los sueños de balón, combinados con las más nulas perspectivas de bienestar, la represión o la desesperación.
Entre las multitudes que a cada semana intentan cruzar el Mediterráneo desde las costas africanas hacia las europeas, inevitablemente existe gente con el anhelo de triunfar jugando futbol.
Era el caso de Fatim Jawara, portera de 19 años que dejó Gambia para hacer carrera en el viejo continente, ahogada la semana pasada junto con 238 personas más al naufragar su endeble embarcación.
La ruta de Fatim fue común a la de muchísimos africanos más: atravesar el Sahara a ratos a pie, someterse a las peores amenazas naturales y humanas, pasar por varios países (por ejemplo, desde Gambia que está pegada al Océano Atlántico, hasta Libia que se ubica en la parte central del norte de África, la futbolista pudo pisar Senegal, Mauritania, Mali, Níger y Argelia), suplicar para cumplir con las atroces exigencias de los traficantes, esperar pacientemente a que se les indique que ha llegado el momento de trepar a la más frágil patera o barca.
¿Por qué se aventuró? Una hipótesis es su amor al juego o la ilusión del dinero que se puede obtener en las ligas europeas. Otra más factible, es escapar al horripilante régimen que impera en Gambia, con dictadura militar desde hace más de dos décadas; sólo así se entiende que una población inferior a los dos millones y tan distante del Mediterráneo, sea una de las más habituales en personas que pretenden cruzar ese mar hacia Italia, España o Grecia.
Por eso último, la tragedia de Fatim Jawara, así como la de los 4,200 muertos en el Mediterráneo en lo que va de este 2016 (cifra de ACNUR), corresponde a la crisis de refugiados y no meramente a una crisis migratoria: porque detrás de su salida no sólo se esconde la ambición de hallar una vida mejor, sino, sobre todo, la urgencia de huir de países con contextos convulsos al máximo, con tortura, persecución, miedo.
Otro tema es lo que muchísimos aspirantes a futbolistas escuchan de falsos representantes: que en Europa les esperan los mejores contratos, que basta con reunir una cantidad de dinero para pagar el traslado y entonces su carrera florecerá, que es cuestión de cruzar para acceder a una vida de estrellas.
En Sudáfrica entrevisté a futbolistas frustrados que fueron víctimas de esas redes de trata.
Un día apareció alguien en su aldea y aseguró que veía en ellos todos los atributos para triunfar; como condición para el trámite puso que se le entregaran cifras equivalentes a dos mil dólares, para lo que todos los vecinos contribuyeron vendiendo su ganado, convencidos de que su niño prodigio pronto accedería a millones de euros en Arsenal, Barcelona, París Saint Germain, Benfica, donde fuera. Si tuvieron suerte, lograron volver llenos de deudas, pero con vida, a casa; si no, terminaron durmiendo en la calle en algún país distante; en el caso más extremo, como Fatim, fallecieron.
Esta adolescente de Gambia resulta sólo una de miles. El problema, en que ésta, la peor crisis de refugiados y desplazados de la historia, tiende a seguir aumentando.
¿Soluciones? Ni remotamente. Para comprender la magnitud de las condiciones de las que escapan, basta con ver lo que están dispuestos a pasar con tal de tocar Europa.
Twitter/albertolati