La semana pasada leí en El País un sugestivo artículo de Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco. Solo en su título, “Por una democracia compleja”, se ubica la carencia y una propuesta de solución. A grandes rasgos, el texto sostiene que la política actual está siendo reducida a cuestiones preocupantemente simples. Sobre esta tendencia, el autor escribe: “Nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero”.
El también profesor invitado de la Universidad de Georgetown afirma que hoy “poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable”. Estos nuevos populismos, enuncia Innerarity, “tienen una idea simplista de la democracia” y recurren a una “lógica simplificadora”; es decir, reducen dicha forma de gobierno –sus virtudes, herramientas, alcances y defectos- a una perspectiva meramente electoral mediante un “ellos contra nosotros”, un “bien contra un mal” o “este camino o el otro”.
El autor no ahonda en qué consistiría el tratamiento: “Hemos de trabajar en favor de una cultura política más compleja y matizada”. Tal vez no era su intención desglosarlo o el límite de caracteres no tuvo piedad con él. Sea lo que sea, lo importante es que Innerarity encontró un nervio: sobresimplificar lleva a omitir, y en política, omitir significa ignorar la situación del otro. Este problema, sin embargo, tiene dos grandes cimientos: los políticos reduccionistas pero también los electores que, a la expectativa de la gran frase o la acción polémica, filtran todo lo que no entiendan como precisamente eso. Ante un auditorio así, el objetivo para el político es generar atención a como dé lugar, dando espacio a ocurrencias –paradójicamente, muchas veces planeadas- y chantajes emocionales.
Por supuesto, una de las maneras más simplonas de reducir la democracia es mediante una pregunta. La pluralidad de la política transformada en bifurcación. ¿Adentro o afuera? ¿Paz así o paz diferente? ¿Sistema o antisistema? Las interrogantes así de definitorias no son nuevas ni mucho menos ajenas a México. En el año 2000, la gente votó por cambio en vez de la continuidad. En 2006, unos cuantos más prefirieron la opción que vendía prudencia a la opción que ofrecía experimentación. Y en 2012, la pregunta fue: ¿proyecto transformador desde el sistema o, ahora sí, la experimentación? Entiendo el punto e intención de Innerarity, pero se necesita más análisis sobre posibles soluciones, desde y para la sociedad, a la cegadora simplificación –aunque por la tendencia humana a agrupar y filtrar la información se antoje difícil, debemos intentarlo-.
En 2018, los actores políticos de nuestro país tendrán la oportunidad –para bien y para mal- de ofertar simplificaciones a los mexicanos. Queda en nosotros el aceptar o rechazar reducciones previsibles como “partidos políticos o no” y “salto al vacío o estabilidad”. Pero antes de entrar en ese juego, no olvidemos algo fundamental: no es obligatorio aceptar los términos del debate público que intentarán imponer los narradores y cuentacuentos. Las preguntas las debe hacer la sociedad.