Se discute en el Senado la Ley de Cultura, en un foro de análisis que incluye a algunos legisladores, pero también a especialistas y a funcionarios o gestores. Celebro esta vocación de diálogo. No obstante, y aunque da la impresión de que la discusión apenas empieza, ya se reflejan en la prensa dos o tres posibilidades que si pudiera reproduciría aquí con el acompañamiento el emoji que se lleva la mano a la barbilla y frunce el ceño con dudas. Van pues sin emoji, pero con dudas.
La primera es la necesidad de descentralizar la cultura, de atomizarla. Así, en abstracto, se los firmo: quisiera, como cualquier buen ciudadano, que todos mis compatriotas gozaran de una biblioteca, una orquesta, un museo decoroso. Repito: en abstracto. Porque ¿hablamos de trasladar recursos y competencias desde lo federal hasta lo estatal y lo municipal? Tiemblo. Y no porque descrea a priori de la vocación federalista, en lo cultural o en donde prefieran, sino porque descreo del federalismo a la mexicana. Perdón, pero la autonomía de nuestros gobernadores o presidentes municipales ha traído, supongo, algunos beneficios, y luego una cascada de Duartes, Padreses, Igualas. ¿Creen que en lo cultural las cosas cambian? Hay esfuerzos locales conmovedores y eficaces, sí. También –créanle a un veterano del gremio–, ineficacia, discrecionalidad, nepotismo, y un uso bochornoso del encuentro cultural del tipo “pasen a la foto con el presidente municipal”.
La segunda es la idea de plasmar en las sagradas leyes aquello del acceso a la cultura. Coincido con el senador Javier Lozano en que flota en el aire esa amenaza tan mexicana, la de la letra muerta. ¿No es garantizar el acceso universal e irrestricto a la cultura por la vía de las leyes una garantía, justamente, de que vamos a violar las leyes? Salvo acaso en algún país escandinavo, dudo que haya muchos accesos universales a la cultura en este planeta, y volteen sino al territorio Trump.
De lo que hablamos, en el fondo, es de la costumbre nacional de sobrelegislar, esa forma del pensamiento mágico que consiste en suponer que para materializar un anhelo basta con hacerlo constitucional (vean sino al constituyente chilango, que pretende garantizarnos hasta el buen sexo, tal cual).
A lo mejor no hace falta una LEY DE CULTURA así, con mayúsculas y en dorado, sino algunos esfuerzos puntuales, algunos apuntes a las leyes vigentes, quién sabe si hasta menos leyes.
Que la cultura, por una vez, imponga humildemente nuevas maneras de hacer las cosas en el país de la sobrelegislación: eso sí que sería revolucionario.