Una semana tomó el cobro del penal más largo del mundo, según el maravilloso relato de ficción de Osvaldo Soriano. Partido en cuya última jugada se sancionó un penalti que desencadenó tamaña trifulca (incluidos militares y estado de emergencia) que todo debió posponerse para mejor ocasión. Así transcurrieron siete días de ansiosa tensión, en los que el portero, Gato Díaz, y el lanzador, Constante Gauna, se debatieron entre todas las posibles variantes.
Saco eso a colación ahora que nos encontramos aguardando la final más larga del mundo: 19 días de espera para Tigres, que desde entonces no tiene nada que hacer, y 18 para América, que tiene tanto que hacer como para ya estar en Japón, listo para jugarse todo un certamen organizado por la FIFA y con el Real Madrid en el horizonte.
Así, me imagino a una buena cantidad de aficionados regiomontanos formados afuera del Estadio Universitario para entrenar a su aburrido y desencanchado portero, Nahuel Guzmán, tal como el cuento de Soriano narra: “Todos los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz (…) Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí militar y casi arranca la red”.
Lo mismo puedo ver a Ricardo Ferretti (según sus palabras, chupándose el dedo) y a sus jugadores (arrancando con hastío hojas del denso calendario), perdidos en soliloquios sobre lo que harán o dejarán de hacer en la cancha; eso de la inactividad y de andar buscando sparrings no deja nada bueno para la mente:
-Constante los tira a la derecha.
-Siempre -dijo el presidente del club.
-Pero él sabe que yo sé.
-Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.
-Entonces tírate a la izquierda, y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.
-No. Él sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
-El Gato está cada vez más raro -dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.
En el cuento de Soriano, la mejor de las conclusiones llega de la chica pretendida por el portero: “En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién”. Al final, el penal es atajado hasta dos veces, porque después de la primera el árbitro padece un ataque de epilepsia que le impide certificar la acción; el absurdo, a lo que da.
Tan absurdo como una final pospuesta que, como ya he explicado antes en este espacio, fue propiciada por un calendario más basado en la probabilidad que en la sensatez. Absurdo que, ante todo, desvirtúa la competencia y, por ende, es malo para los dos finalistas: lesionados que se recuperan y sanos que se lesionan, ritmos de juego truncados y momentos anímicos modificados, largos desgastes en avión y circunstancias tan extrañas que jamás se verá a otro equipo que espere casi tres semanas sin patear un balón oficial, rompiendo la racha en plena final de Liga –en teoría, sí, el torneo que premia a la regularidad.
Twitter/albertolati