Vengo de caminar por el mercadillo navideño de Ku Damm en Berlín. Lo hago pocas horas después de que un descerebrado estampara su camión y su alma contra una multitud de inocentes que celebraban la Navidad en Berlín.
El mercadillo está cerrado y custodiado por la policía. Sin embargo, hay un pequeño resquicio por el que se puede entrar. Lo recorro. Está repleto de casas de madera con árboles de navidad apagados. Hay puestos donde anuncian la venta de salchichas y vino caliente, tan típico de la navidad alemana.
La calle parece un vericueto sinuoso desnudo de gente. Es como si los berlineses tuvieran miedo de dar ese paseo que hasta el lunes estaba repleto. Se trata de un miedo psicológico.
Como si fuesen a ser abducidos por el terror de un loco yihadista que mató por Alá pensando que hacía un bien.
Pero no. Acabó con la vida de una docena de personas; destrozó familias enteras mientras a lo lejos se entonaba “Noche de paz, noche de amor”. Acabó con la ilusión única de vivir. Sí de vivir porque sólo se vive una vez; y porque sólo se vive una vez hay que disfrutarla y saborearla y comerla a mordiscos como si fuese la vez postrera. Porque la vida es una, indivisible, irrepetible; y porque es irrepetible hay que inhalarla hasta que los pulmones absorban todo el aire de la tierra, con la misma intensidad como estoy escribiendo y pensando. Todo lo de más es todo lo de menos.
Y por eso, mientras camino por los vericuetos del mercadillo navideño berlinés, donde aún huele a vino caliente y a muerte, tengo el alma ajironada; un alma que llora porque un loco acabó con lo más preciado, con la vida de seres humanos como usted y como yo querido lector. Y lo hizo porque sí, por Alá, por un dictado o un autodictado, por una locura efímera o no, no lo sé y sinceramente me da igual.
Lo que sí sé es que ya nunca más las navidades de Berlín serán las mismas; que quedará en el imaginario de los berlineses aquel fatídico 19 de diciembre de 2016 cuando alguien se empeñó en querer cambiar el curso de la vida de los berlineses inocentes que, tan sólo pretendían celebrar la Navidad en paz.
Ahora mismo me encuentro en frente de la Puerta de Brandemburgo, el símbolo de la Libertad, muy cerca de donde Kennedy dijo la frase mítica “Soy un berlinés” queriendo decir que era un amante de la Libertad, la misma que le han arrebatado a los berlineses; esa palabra con cada uno de sus fonemas como si fueran tesoros, secretos a voces en un río de gente que hoy clama justicia ante la barbarie y la sinrazón.