Episodio antológico para los estándares políticos mexicanos, el “Día de la Unidad Nacional”, convocado el 15 de septiembre de 1942 por el entonces presidente Ávila Camacho, logró reunir en la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México a todos los expresidentes del momento: Abelardo L. Rodríguez, Pascual Ortiz Rubio, Adolfo de la Huerta, Emilio Portes Gil y, sobre todo, a los acérrimos enemigos Lázaro Cárdenas y Plutarco Elías Calles.

 
Más que una reunión práctica, fue una ceremonia simbólica. La hora no ameritaba menos: en el marco de unas elecciones presidenciales violentas dos años antes, de crecientes pugnas políticas derivadas –naturalmente- de éstas, y ante el contexto incierto de la Segunda Guerra Mundial, Ávila Camacho sabía que el país requería cierto consenso pacificador, aunque éste fuese en alguna medida forzado –¿debería Peña reunir a todos los expresidentes este 15 de septiembre?-. Cómo acto republicano, la medida no tenía precedentes. Sin embargo, a la postre, el episodio sirvió también para suprimir, por el supuesto bien de la nación, las voces discordantes con el gobierno.

 
Hoy todos hablamos de “unidad nacional”. El presidente la pide, los diversos sectores la respaldan. La Oposición –en democracia, siempre con mayúscula- repite el guion. Hasta Andrés Manuel López Obrador, aguafiestas consumado, y Carlos Slim, plutócrata magistral, piden cerrar filas con el mexiquense. Pero la unidad, y sobre todo la nacional, no debe ser forzada a través de palabras huecas –es decir, aun no definidas-. Ante el más reciente extraño enemigo, ¿un ciudadano de a pie cómo debe responder al llamado? ¿Una ama de casa qué debe hacer para suscribir éste? ¿Qué implica aceptar un llamado tal que no deja claro absolutamente nada? Nos piden sumarnos a algo que ni siquiera nos han explicado.

 
En política, las palabras pesan. Son cosas vivas que pueden provocar dolor o establecer la concordia. Las más diversas barbaridades humanas y los más nobles episodios humanitarios empezaron siendo palabras. Por esto mismo, la ambigüedad con respecto a la “unidad nacional” no ayuda en nada. Si bien los mexicanos no debemos responder con odio ante el embate de Trump –eso sería rebajarnos a su nivel y, peor aún, caer en su juego-, lo que me preocupa como mexicano es que ante el ambiguo llamado presidencial, la distancia entre un “pinche Trump” y un “pinches gringos” sea cada vez más corta. Tengámoslo muy claro: el enemigo no es el pueblo de Estados Unidos, sino quien los gobierna. No es –y nunca será- lo mismo.

 
México, como idea y como realidad, siempre ha buscado la comunión con otros pueblos. Basta hojear nuestra historia para enorgullecerse de nuestra vocación soberanista, solidaria y de protección al débil. Por ello, reaccionar con recelo hacia los estadounidenses como conjunto sería traicionar esos principios que hasta hoy, han sido nuestra brújula moral para con el exterior.
La pregunta fundamental sería, pues: ¿“unidad nacional” en torno a qué valores? Lo peor que podríamos hacer ahora sería encerrarnos en una jaula nacionalista-proteccionista –es decir, hacer lo mismo que Trump-. No digo que el presidente, los políticos y las cúpulas empresariales llamen a eso; pero ante la poca o nula definición del concepto “unidad nacional”, muchos están pensando que eso implica odiar a los estadounidenses. Nada más falso que eso. Es, pues, tarea del gobierno de la República, y en particular de nuestro presidente, el definir claramente su idea de “unidad nacional” para que no se promueva, ni siguiera indirectamente, la xenofobia. Los mexicanos no somos loros.

 
Por otro lado, sería poco objetivo no reconocer la acertada decisión de nuestro presidente de cancelar la reunión con Donald Trump. Cómo dijo Theodore Roosevelt en su discurso “El hombre en la arena”, de 1910: “No es el crítico quien cuenta; ni aquellos que señalan como el hombre fuerte se tambalea (…) El reconocimiento pertenece realmente al hombre que está en la arena, con el rostro desfigurado por el polvo, sudor y sangre”.

 
@AlonsoTamez