Marchar, como votar, es democracia viva. Ceremonia andante que aprieta tuercas o afloja cadenas. La conciencia cívica de un país se expande ejercitando los derechos, y el acto de marchar es libertad de expresión palpable.
La Transición en México de un régimen autoritario –Linz- a una germinal democracia –Woldenberg-, se dio en buena medida por constructores de instituciones: Adolfo López Mateos, Manuel Gómez Morín, Daniel Cosío Villegas, Cuauhtémoc Cárdenas, Alonso Lujambio, el propio José Woldenberg… Estos y otros pudieron prever el rumbo social y no dudaron, cada uno en sus respectivas áreas y proporciones, en darles camino libre para expandir algún grado de igualdad.
Pero la Transición también se dio mediante arquitectos cívicos de a pie que, movilizando sus propios cuerpos, activaron debates y esperanza. Unos complementan a los otros, y no necesariamente en un solo sentido. He ahí la importancia de tomar el asfalto cuando ello pueda detonar, aceitar o detener ciertos cambios. A México le hace bien la ocasional disrupción pacífica: lo espabila, le recuerda dónde ha estado y por qué no debe regresar ahí.
Con una advertencia que hace un par de años sonaría exagerada, dice el excampeón mundial de ajedrez y rival político de Vladimir Putin, Garry Kasparov: “Vota porque puedes. Habla porque puedes. Marcha porque puedes. Los derechos no ejercidos son rápidamente olvidados y perdidos”. Hoy, tristemente, el mundo está virando hacia esos términos.
Aun así, el gobierno, los partidos, el sistema, todos son reformables desde el asfalto. La agenda pública en los Estados Unidos es otra tras el movimiento #OccupyWallStreet –la desigualdad económica tomó un papel preponderante en la tierra del capitalismo-. En España, los “indignados” del 15-M se institucionalizaron e irrumpieron en el tablero electoral bipartidista que afianzó la generación del 78. En México, el movimiento #YoSoy132 logró que, en el reino de la apatía política, se transmitiera el segundo debate presidencial por cadena nacional –el resultado: el debate con más audiencia en la historia de México-. Decir, pues, que las marchas no cambian nada es tan falso como derrotista.
Un país es los saltos que se atreve a dar.
Pero ojo: darle propiedades mágicas al acto de marchar es engañarse a uno mismo –imperdonable en la política y en la vida-. Marchar sirve cuando el mensaje es constante y consistente. Cuando la indignación o la esperanza –si es que se pueden separar- no rebasan las ideas fuerza. Por ello, marchar con legitimidad exige responsabilidad y paz. No se ataca la injusticia hacia unos con injusticia hacia otros. Un contingente violento no es sino una vil revuelta.
Recuerdo que la primera vez que marché. Las consignas y las mentadas, los carteles y los cánticos, el calor y las pisadas. Elementos así crean Patria, no desde el enfoque oficial, sino desde el ético-social. Ese día me di cuenta de algo: cuando dejemos de marchar será el día de nuestra rendición. Al principio llegué pensando: “Tal vez esto no sea para mí” –denme chance: es natural pensar eso en un país en el que desaparecen estudiantes-. Pero al final de la jornada, ya me sabía los cantos e incluso, en la euforia colectiva, me hice de un megáfono albiazul marca Steren.
Hoy, sin embargo, un nuevo debate emerge entre políticos, periodistas e intelectuales: ¿quién goza de la autoridad moral para emplazar movilizaciones? Algunos atacaron la marcha #VibraMéxico –convocada bajo la temática de la “unidad nacional frente a Trump”- porque, según muchos de ellos, es convocada por “aliados del gobierno”. Respondo: nadie tiene el monopolio de las marchas. Ni los grupos agraviados ni la derecha mexicana. Ni los pobres ni los ricos. Ahí radica su enorme dignidad: la calle como igualador social.
Si no has marchado nunca, hazlo. Por el tema y agenda que quieras, pero inténtalo por lo menos una vez. Experiencia reveladora, termómetro social, catarsis colectiva. Ve con tus hijos o tus sobrinos. Con tu pareja. De la mano o del brazo. Con o sin carteles. No lo olvidemos: siempre tendremos la calle.
@AlonsoTamez