Siempre he admirado a aquéllos que nadan a contracorriente en la búsqueda de ideales que tienden a la evolución del ser humano.
Idolatro a todos aquellos que dejaron sus vidas por un ideal en el que de verdad creyeron. Venero a aquéllos que llevan sus ideales desde lo más adentro de sus espíritus y sólo se mueven en función de lo que están convencidos.
Rosa Luxemburgo, Mariana Pineda, los revolucionarios franceses, Martin Luther King hicieron entender a la humanidad, a lo largo de la historia, que vale la pena luchar hasta quedar exangües por convicciones tan profundas que propician cambios relevantes para generaciones venideras.
Pero todos estos personajes lo hacen sin contraprestaciones, sin ningún afán de lucro, más allá del cambio hacia sociedades que buscan el fin último de la felicidad.
Lo que no entiendo es a aquéllos que dicen que quieren cambiar el mundo en función de sus propios intereses. Lo digo por todos esos revolucionarios de salón que enarbolan la bandera del secesionismo, de un separatismo mal entendido para el beneficio propio. Y de la creación de un oligopolio que de por sí ya está instalado, pero que con las “nuevas acciones” no hace sino apuntalar aún más el amiguismo de unos pocos, arrogados en banderas fútiles. Eso es lo que está pasando en Cataluña por mucho que lo disfracen.
El anterior Presidente de la Generalitat, Arturo Mas, el actual, Carlos Puigdemont, y la pléyade de acólitos que revolotean a su alrededor llevan en los últimos años machacando, una y otra vez, a la población catalana para convencerle en la idea de la independencia. Pero sigue sin entender que tocan con pared. En cada elección autonómica que se ha celebrado para elegir Presidente de Cataluña, los partidos nacionalistas han ido perdiendo votos. Por eso, en las últimas tuvieron que unirse en un conglomerado de “ideales” que no tienen nada que ver unos con otros.
Mención aparte es hablar de Jordi Pujol, quien fuera Presidente de la Generalitat durante más de 20 años. Él, su mujer y todos sus hijos, amparándose en ese “sentimiento catalán” que fomentaba también el secesionismo, amasaron una fortuna de más de cinco mil millones de dólares con negocios por medio mundo, incluido México. Claro, así cualquiera es catalán y separatista.
La mayoría de los ciudadanos catalanes quieren seguir perteneciendo al Estado español. Pero estos personajes intentan arrinconar al Gobierno de Mariano Rajoy y están dispuestos a realizar una consulta para saber si Cataluña se separa o no de España. Además, quieren celebrarlo en los próximos meses.
Aunque no sea vinculante el problema, está encima de la mesa. Ése es el gran problema del presidente Mariano Rajoy.
Cuando estamos buscando la creación de los Estados Unidos de Europa, a pesar de los enormes problemas por los que atraviesa el Viejo Continente; cuando el mundo cada vez se mueve más en bloques, a pesar de las reticencias de Donaldo Trump; cuando hemos entendido que todos somos en función de la globalización, el intento de separación de Cataluña con respecto al Reino de España no supone más que un anacronismo. Parecen más bien ideas vetustas, trasnochadas, con olor a naftalina, que una idea moderna de lo que es la búsqueda de un supra Estado.
Si logran hacer el referéndum, que, por cierto en varias ocasiones el Tribunal Constitucional ha dicho que es ilegal, volverán a darse cuenta de que la mayoría de los catalanes no quieren la independencia.
Y algo más, si tanto quieren el referéndum, deben consultar a todos los ciudadanos españoles ya que, hasta donde sé, Cataluña sigue formando parte de España. Pero en fin, aquí cada loco con su tema y muy especialmente esos pocos enajenados que viven en la idea de que uno puede sobrevivir por sí solo.