Hace 104 años, el 22 de febrero de 1913, asesinamos a Madero. Le disparamos en la cabeza, atrás de una penitenciaría. Escribe el historiador Alejandro Rosas sobre aquellas desgraciadas horas: “Los vehículos se detuvieron. Francisco Cárdenas obligó a Madero a descender del auto y en ese instante, sin atreverse a mirarlo de frente, le disparó dos veces en la parte posterior de la cabeza”. Así terminaba México con su infantil –diría el cinismo- experimento democrático: con dos tiros de gracia a quien agitó el statu quo. Una moraleja maldita, una enseñanza cruda.
En una entrevista de 2013 al historiador y profesor de la universidad de Oxford, Alan Knight, la convocante le comenta, optimista, que “se ha afirmado que si Madero hubiera podido terminar “tranquilamente” su presidencia –o el vicepresidente Pino Suárez no hubiera sido asesinado junto con aquél– se habrían ganado ochenta años en el proceso de la transición democrática…”.
A lo que Knight, aterrizado por el rigor académico, responde: “Pienso que Madero sí ensayó una suerte de democracia liberal y que lo hizo genuinamente, sinceramente. Pero (…) lo realizó en condiciones de extrema dificultad: después de treinta y cinco años de autoritarismo porfiriano y en medio de una suerte de revolución social”.
La muerte del burgués coahuilense inauguraría la segunda parte de la Revolución; lo que en algunos círculos se conoce como la “Revolución Constitucionalista”, encabezada principalmente por Venustiano Carranza. Se necesitarían casi 4 años de sangre y fuego para que las aguas broncas se tradujeran en un proceso más o menos civilizado: la redacción de la Constitución Política de 1917 –consecuencia directa, podría decirse, de aquellas dos balas que rompieron el orden constitucional en el país-.
Con motivo del centenario de lo que muchos llaman la “conciencia del país”, el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), de la Secretaría de Cultura, reeditó un estudio de José Woldenberg de 1993, titulado “La concepción sobre la democracia en el Congreso Constituyente de 1916 – 1917 con relación al de 1856 – 1857”.
Con ese pomposo título, el profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM realiza un análisis comparativo de las nociones democráticas –y otras no tanto- que guiaron las plumas de los constituyentes de 1857 y de los de 60 años después. El autor detecta tres campos fundamentales, mismos que usa para dividir el estudio: el proyecto de Carranza, las garantías individuales, y la tercera que refiere a nuestra forma de gobierno.
Es revelador entender como la vena liberal de Carranza daría pista a los derechos individuales de las y los mexicanos: “El discurso de Carranza se nutre más de la tradición liberal que de la democrática. Para él, lo fundamental es garantizar las libertades individuales y establecer con claridad los límites de la acción estatal; y en un segundo plano quedan los asuntos de participación ciudadana en los asuntos públicos”.
Asimismo, es interesante captar como el debate educativo de los constituyentes del 17 –el autor cita a Francisco Múgica, quien llama a éste “el momento más solemne de la Revolución”- delineó un sistema que apuntase a la liberación del dogma religioso y a la reducción de la ancestral desigualdad. O que nuestra actual forma de gobierno deriva directamente de pulsiones carrancistas contra el sistema parlamentario, y el porqué de contar con un Ejecutivo “con amplios márgenes de libertad y concentrador de facultades, como palanca para llevar adelante el programa de la Revolución”.
A 104 años del asesinato de Madero, y a 100 del nacimiento de nuestra Constitución, vale la pena la reflexión. El estudio de Woldenberg es buena ruta para entender por qué aspiramos a lo que aspiramos; pero también nos recuerda la permanente necesidad de preguntarnos: ¿hacia dónde nos llevan? –o, una interrogante que me gusta más, ¿a dónde vamos a llevar esto?-.
@AlonsoTamez