Dimitris tiene una cicatriz que le recorre la parte derecha de su cara. No sonríe. No se acuerda cuándo fue la última vez que lo hizo.
Hace dos años se escapó de la guerra en su país, Camerún. Con lo puesto y el poco dinero que ahorró se emprendió en una aventura que con el tiempo se convertiría en la mayor de sus pesadillas, una guerra mayor que la que dejó.
Dimitris caminó y caminó sin mirar atrás. Fue de camión en camión, de carro en carro cuando le hacían el favor de llevarle a ninguna parte y a todas a la vez.
Siguió caminando mientras desgastaba las suelas de sus zapatos y sus esperanzas por vivir.
Había visto por televisión que en Europa se encontraba el vergel con el que soñaba, su Dorado particular. Por eso recorrió Nigeria, y Níger, y Argelia, y Marruecos y finalmente Ceuta en España.
Pero por los tres mil 700 kilómetros que peregrinó queriendo salvar su vida, entre la frontera de Níger y Argelia le asaltaron. Le quitaron todo su dinero y se convirtió en un esclavo de una tribu tuareg. Algunos de ellos eran islamistas radicales.
A Dimitris le acabo de conocer en una calle de Ceuta, una de las dos ciudades españolas en territorio marroquí. A pesar de ser española, Ceuta podría pasar por cualquier ciudad alauita. Mientras tomaba un té a la menta y unos señores mayores fumaban un narguile, Dimitris apareció pidiéndome limosna.
Le pregunté si tenía hambre, y me dijo que mucha. Le invité a sentarse y, mientras devoraba la comida, me contó su historia. Cuando le pregunté por los islamistas radicales que le secuestraron, Dimitris no dijo ninguna palabra. Pero no hacía falta. Su mirada delataba una verdad absoluta de sufrimiento indescriptible.
Tras unos largos segundos en los que el silencio lo dijo todo, me contó que se escapó y corrió y corrió hasta no poder más. Y luego siguió corriendo sin detenerse nunca más ante el terror del terrorismo.
En el desierto del Sahara vio morir a otros que buscaban llegar a la frontera de Marruecos con España. El sol y el calor se hicieron tan insoportables como la deshidratación.
Pero finalmente consiguió su objetivo, y después de caminar durante casi dos años, logró llegar a la frontera con Ceuta, esta ciudad española enclavada en Marruecos desde donde escribo este artículo más doliente que reflexivo, más triste que esperanzador.
Y entonces le pregunté cómo pudo saltar una triple valla, casi un muro de seis metros y medio con unas concertinas con púas que ajironan los músculos y el espíritu. Le pregunté también cómo saltó teniendo a la Guardia Civil enfrente y sabiendo que si le agarraban, le deportarían.
-Después de todo lo que viví en los últimos dos años, una valla no me iba a detener. Todos tenemos siempre a un león detrás.
Aquella frase, pronunciada por ese muchacho de color, de cara de dolor inexpresivo y de porvenir incierto, retumbó en mi cerebro como una lección de vida. Porque la vida del joven Dimitris de Camerún es, en sí, una lección que no termina porque quiere llegar a la península y quedarse en Madrid.
Y todo me lo cuenta como otro de sus sueños que ha conseguido, y que hoy son realidad.
Son miles de dramas de subsaharianos los que esperan en las vaguadas en la frontera de Marruecos con Ceuta para saltar la dichosa valla. Pero lamentablemente la aldea global se va parcelando en muros en México, en Ceuta, en Melilla, en Corea, en Palestina, en Hungría, en Rusia y especialmente en nuestras propias mentes.
Pero no en la de todos. Dimitris no tiene barreras; no sabe lo que son. Es un héroe anónimo que pasará a la intrahistoria sin que nadie lo sepa más que él. Sin embargo, eso es lo único que cuenta.