Mucho se ha escrito en años recientes acerca de cómo, durante varias décadas, Disney consagró el estereotipo femenino de la dama en peligro, que por lo general era una bella princesa, pero inocua y bastante inútil a la hora de defenderse a sí misma, siempre a la espera del príncipe azul que acudiera a su rescate y la sacara del hechizo/prisión/vida sufrida que padece. Y para muestra tres de sus cintas animadas clásicas que se han convertido en legendarias: Blanca Nieves y los Siete Enanos, Cenicienta y La Bella Durmiente.
Pero eso comenzó a cambiar, de manera radical y afortunada, a partir de 1989 con el inicio de lo que muchos dan en llamar la Segunda Época de Oro de los estudios, gracias a la versión animada de La Sirenita. En la misma, el personaje principal, Ariel, es una adolecente como cualquiera, que se siente prisionera de su padre y sus reglas, pero que ya comenzaba a tomar decisiones y ponerse en acción por sí misma, sin tener que esperar por el príncipe valiente que la rescatara. Sin embargo, Ariel seguía siendo una princesa por nacimiento (a final de cuentas es hija de Tritón, el rey del mar). Pero fue un primer vistazo a lo que vendría después.
Durante las décadas siguientes -en ocasiones con más éxito que otras- Disney trató de adecuarse a los tiempos modernos, tratando de representar a mujeres más dueñas de sí mismas, de sus decisiones y de lo que quieren hacer con su vida. Ejemplos de ello se encuentran en Pocahontas, Esmeralda (de El Jorobado de Notre Dame) y Mulan, ninguna de ellas princesa por herencia y sí mujeres dispuestas a luchar ya fuera por el respeto de su tribu y la naturaleza, de su cultura gitana o tomando el lugar de su anciano padre en el ejército chino.
Ejemplos todavía mejor logrados de la emancipación femenina en las películas de Disney se encuentran en Valiente (2012), Frozen (2013) y la más reciente, Moana (2016), cuyas protagonistas no sólo se rebelan ante el status quo, sino que toman en sus manos ya sea su destino (Mérida), la salvación de su gente (Moana) o, incluso y hasta de manera velada, su sexualidad (Elsa).
Pero quizá ninguna represente mejor la idea de la mujer emancipada, libre de pensamiento, dueña de sus decisiones y que prefiere cultivar el intelecto y no el físico, que Bella. Cuando La Bella y la Bestia se estrenó a finales de 1991, el mundo comenzaba un cambio para el que ese personaje iba ya dos o tres pasos por delante en cuanto a la imagen e idea de lo que una mujer fuerte e independiente tenía que ser. Bella no es hija de ningún rey, sino de un campesino inventor; tampoco vivía bajo el yugo de una malvada madrastra, ni hablaba o cantaba con los animales, y mucho menos estaba en espera de ser rescatada de su vida provincial por un príncipe o, en su defecto, de la mejor opción aparente que había en su comunidad (Gastón).
Bella tenía su mente en cosas más allá del pueblo en que vivía, y soñaba con ser quien ella quería ser, pero por su propia decisión, impulsada por la gran cantidad de libros que devoraba sin cesar y que, según Gastón, le daban ideas “peligrosas”. Su historia favorita sí era la de un gallardo príncipe que provocaba que la heroína encontrara el amor no como una obsesión o necesidad, sino como una decisión razonada y consciente después de conocer la personalidad y el alma de la otra persona.
Así, de golpe y porrazo, Bella puso las bases de lo que ahora podemos ver cada vez más en la sociedad (o al menos, en las que se jactan de ser más avanzadas): una mujer que no basa su autoestima en si se casa o no con alguien atractivo o de buena posición económica, a la que no le imponen qué estudiar o qué hacer con su vida, que se preocupa primero por el bienestar de los otros antes que el suyo, que cultiva su mente y espíritu a través de la lectura, la imaginación y la certeza de que el poder de decidir lo tiene ella misma.
Por eso el personaje de Bella es tan trascendente en la historia de Disney, pues es el epítome de lo que significa la emancipación femenina (o una buena parte de ella) en la actualidad: independiente, valiente, culta, educada y sin perder esa parte de candidez y buenos tratos que la hacen todo un ejemplo a seguir.
Por eso esta nueva versión de la historia es importante, pues tiene como protagonista a quizá la única celebridad de alto calibre que ha enarbolado justo esas ideas progresistas, feministas, de igualdad de género y de la importancia que tiene la educación al igual que Bella: Emma Watson, quien ya desde que interpretaba a Hermione Granger en Harry Potter defendía la parte intelectual de la mujer.
En ese sentido, Watson representa el antídoto perfecto a las Kim Kardashian, Lindsay Lohan, Miley Cyrus o Paris Hilton que pululan en el mundo de la farándula y que se han vuelto famosas por nada. A Watson se le podrán criticar muchas cosas, pero la labor que ha hecho en muchos sentidos en pro de la equidad de género no la supera nadie.
¿Bella es perfecta? No, pero es justamente su falibilidad la que la engrandece, pues cualquier niña o joven se puede identificar con ella. Es cierto que Bella termina siendo princesa al final de la historia, pero su origen es común y corriente y es ella la que decide quedarse al lado de Bestia no por las riquezas materiales de éste, sino por las de su interior.
Que una historia como La Bella y la Bestia regrese a la pantalla grande justo en un momento en el que el mundo parece perder la brújula en cuanto a asuntos tan importantes como la tolerancia y el respeto a las diferencias, es más que importante.
Finalmente, esa es la mayor cualidad de Bella y su mayor enseñanza: ver el interior de las personas y respetarlas tal como son. Si además puede influir para que las chicas se interesen en la lectura no de pasquines o revistas del corazón, sino en obras de mayor profundidad, el objetivo está cumplido. El mundo necesita más Bellas, así que las que vengan son más que bienvenidas. El mundo les pertenece, y las estamos esperando.