Les propongo un respiro. El mundo no está como para salir a bailar a las calles, entre Trump, el Brexit y los cohetes norcoreanos, o nuestros gobernadores corruptos y las sórdidas grillas preelectorales. Pero el arranque de año nos ha demostrado que México tampoco se va a acabar, que la nuestra es una economía con peso, que hay solidaridad en el mundo, que tenemos buenos socios y aliados en todo el planeta, y que para el imbécil del presidente gringo lo de gobernar no va a ser que digamos un paseo por el campo. Dejemos pues la coyuntura por un ratito y demos un espacio a cosas que no urgen, pero importan.
Como un libro que quisiera recomendarles: La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf. El libro es muchas cosas, pero todas giran en torno a Alexander von Humboldt, ese científico excepcional que en sus casi 90 años (1769-1859) logró clasificar y entender cualquier cantidad de especies y fenómenos naturales, sí, pero sobre todo logró modificar radicalmente el modo en que entendemos la ciencia y la naturaleza misma. Viajero que lo mismo escalaba el Chimborazo que se lanzaba a Rusia, los Estados Unidos o México, rockstar al que se traducía, leía y escuchaba con devoción en muchos países, zoólogo y geólogo, climatólogo, fue un ambientalista adelantado capaz de entender al mundo ya no como un mecanismo preciso que se mueve esquemáticamente conforme a una voluntad superior, sino como una entidad viva, complejísima, hecha de interconexiones que se multiplican hasta el infinito. Como un todo riquísimo que nos ofrece posibilidades infinitas de conocer, pues, pero también frágil y por tanto digno ser protegido.
La misma disciplina, la misma compulsión gozosa por el trabajo es la que proyecta la historiadora Wulf, que no sólo se peinó toda la bibliografía de y sobre Von Humboldt, sino que, como él, viajó, casi en plan de reportera, a sus territorios, sus casas, sus bibliotecas, entre caminatas y escaladas, y construyó un retrato fascinante de su biografiado, sí, pero también de su época, que es la de la Ilustración francesa, la de Goethe y Schiller en Alemania, la que estaba a punto de traernos a Darwin.
Sobre todo, Wulf nos ofrece con Humboldt y su vida loca el ejemplo de una actitud curiosa y esencialmente humanista –el científico, el cronista, fue también un admirador de la democracia y un enemigo del esclavismo– que regresa del pasado para hoy, entre tanta mezquindad y tanta corrupción, recordarnos que algo, aquí, en este mundo, está esencialmente bien.