Hace dos días, los franceses fueron a votar a unas elecciones decisivas para ellos y para el resto del mundo. En Corea del Norte, el presidente Kim Jong-un sigue amenazando con provocar una guerra nuclear e intenta ponerle las bridas a Donaldo Trump. Mientras tanto, Donaldo enseña sus dientes a Pyongyang y al resto de los países.
En África, cientos de miles de niños tienen que hacerse soldados a la fuerza a riesgo de perder sus vidas. Como siempre, Medio Oriente es un polvorín que nace en Jerusalén y termina en donde uno quiere que termine. Siria sigue de cabeza mientras Rusia, China, Irán, Estados Unidos o Turquía se convierte en el protagonista de ese ajedrez.
En México hay elecciones a Estados y alcaldías con la mira puesta en el ascenso de Morena, en menor medida del PAN y del descalabro del PRI. España tiene su viacrucis particular, con los casos de corrupción que salpican a políticos y empresarios por igual.
Venezuela ha estallado, lo mismo que lo harán las pocas o muchas dictaduras que todavía quedan en pie. Se trata de un sistema de equilibrio para que siempre gane el mismo.
Fernando, mi mejor amigo, falleció el 21 de enero pasado. Fer fue mucho más que un amigo. Fue confidente, hermano, consejero; fue tantas cosas que podría llenar de epítetos este artículo y no terminaría.
Con la angustia de una sonrisa, cumpliendo 51 años, se nos fue como se nos van tantos otros. Se nos fue por el cáncer, el maldito cáncer que te atrapa y ya no te deja. Es una especie de araña que te envuelve con su red inextricable sobre tu salud y te fagocita lentamente sin darte la oportunidad de la revancha. Tengo otros dos grandes amigos sufriendo la misma dolencia.
A mi querida Isabel Alastuey, un accidente de tráfico la dejó tetrapléjica cuando tenía 17 años. Ahora está a punto de cumplir 50 y sigue en la lucha de la vida.
A otro querido amigo se le murió su hijo mayor hace 10 años cuando tenía 14. Ahora su pequeño de la misma edad que tenía cuando murió el mayor, está postrado en una cama por un ictus que sufrió hace tres meses.
Amigos, familiares, conocidos luchan todos los días contra enfermedades en la realidad, ésa a la que tienes que hacerle frente a diario.
No pretendo que este artículo sea un conjunto de ejemplos plañideros ni de tristezas decimonónicas. No. Al contrario. Soy creyente. Intento siempre acercarme más a Dios.
Tengo salud. A mis 53 años me siento pleno y fuerte, gracias al ejercicio que hice toda mi vida y al intento de llevar una existencia ordenada. Tengo una cabeza que rige mis designios y los de mi familia. Tengo dos manos con las que puedo escribir y dos piernas con las que puedo caminar.
Mi familia está bien. Tengo trabajo. Soy un señor que vive al día. No dispongo de lujos, pero tampoco me hacen falta. Eso sí, la educación de mis hijos es primordial como para mi padre fue la nuestra.
Con todo ello lo que pretendo decirte, querido lector, es que en el fondo, quien escribe este artículo tiene mucha suerte como muchos de los que lo están leyendo, de ser un periodista que ama su profesión. Ése es otro de los motivos por los que tengo que dar gracias a Dios.
Donaldo Trump y las elecciones francesas, y la corrupción, y los macrointereses de los que dicen que gobiernan la humanidad son circunstancias, circunstancias por las que ha pasado el ser humano a lo largo de la historia. Pero con salud, empuje, sacrificio, amor a la familia y el recuerdo indeleble de nuestros muertos, nuestros queridos muertos –empezando por Joaquín Peláez, mi padre, quien me enseñó el arte de la filantropía– es con lo que me quedo.
El amor, mi familia y la rama de la consanguineidad, que es la que nos hace realmente auténticos, es lo que nos hace vivir todos los días, creyendo en el hombre y su bondad.
Todo lo demás, mi querido lector, es lo de menos.