Golpear a una mujer, insultarla, mancillarla y maltratarla suponen actos de una cobardía execrable. Llegar al asesinato ya es abominable.

 

“A la mujer no se le golpea ni con el pétalo de una flor” escribió Boudelaire. No existe justificación alguna, no hay excusa para que una mujer se sienta vilipendiada o, peor aún, para que pierda la vida en el anonimato de la fortaleza física, pero de la podredumbre intelectual.

 

La violencia de género es algo contra lo que lucharé toda mi vida. El año pasado fueron asesinadas 44 mujeres en España a manos de sus ex parejas. Sólo se podrá cantar victoria el día que no muera ninguna mujer con la vesania de una testosterona mal entendida.

 

A las mujeres se les mima, se les procura, se les cuida. No pretendo hacer un panegírico sobre la mujer. No es eso. Es que así lo siento. Pero hay matices.

 

Antonio es un hispano-mexicano al que conocí hace años. Era un tipo risueño, cariñoso; una buena persona que tuvo el accidente de un divorcio con su ex pareja. Aquello ocurrió hace nueve años.

 

La separación entre parejas es algo frecuente, pero no por esa frecuencia deja de ser un trauma; y lo fue más para Antonio.

 

Hace unas semanas me llamó compungido. Hacía mucho tiempo que no le veía. Estaba enjuto. Su sonrisa se había borrado y de los ojos nacía una tristeza infinita. Su angustia se había comido su cuerpo y su expresión dejándolo en una persona que parecía inanimada.

 

Y entonces me contó. Vomitó todo su viacrucis. Hacía dos años que no veía a sus hijos. Los primeros años, tras el divorcio podía verles dos fines de semana al mes. Pero su ex pareja lo fue alargando. Le arrebató casa, dinero, propiedades.

 

Antonio se quedó con lo puesto, pero al menos tenía a sus hijos –la descendencia, lo más sublime que tiene el ser humano-. Hasta que dejó de verlos.

 

Una denuncia de su ex pareja en la que refería supuestos malos tratos de él hacia sus hijos acabó por separarles de ellos. Pidió pruebas, informes; se sometió a todo lo que le pidieron. Todo fue favorable, pero nunca fue insuficiente. El desapego que sus hijos tenían con su padre –por no haberle visto en los últimos años- y las presiones y expresiones semánticas de que era un mal padre lo acabaron.

 

Hoy, Antonio sólo pide justicia; poder ver a sus hijos es lo único que le queda. Por eso en nuestra conversación adiviné una desesperación con dosis de resignación o, tal vez, de una rendición sabiéndose vulnerable e indefenso ante una justicia que se inclina hacia el otro lado.

 

Antonio está abatido. Me produce una lástima profunda y aunque sigo pensando como Baudelaire de que a la mujer no se le golpea ni con el pétalo de una flor, tampoco algunos hombres pueden pasar por el camino de la vida pisando cardos con espinas.

 

aarl