Mientras escribo estas líneas, ocurre el más grande ataque de extorsión cibernética o ransomware en la historia del mundo. Hasta el momento, más de 200 mil sistemas informáticos en 150 países han sido infectados por el virus y el número podría haberse incrementado exponencialmente conforme millones de empleados volvían al trabajo, tras el fin de semana, y encendían sus computadoras.

 

 
Autoridades de la Europol aseguran que se trata de una amenaza creciente y de dimensiones difíciles de calcular. Esta vez, empresas de telecomunicaciones, armadoras automotrices, hospitales, sistemas de transporte y compañías de mensajería, entre otras, resultaron afectadas, pero los hackers han demostrado que su capacidad desafía cualquier límite. Hoy sabemos que el hackeo cibernético pudo haber influido en el resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos o que el espionaje penetró las cuentas de correo electrónico de un candidato a la Presidencia de Francia.

 

 
Pero la sofisticación de las herramientas de los piratas cibernéticos nos hace pensar en sus alcances. En 2010 surgió Stuxnet, un gusano informático capaz de espiar y reprogramar sistemas industriales, esconde las modificaciones y altera el monitoreo de procesos. Stuxnet es capaz de modificar la programación y el funcionamiento de una central nuclear, una fábrica de armas, una base militar, un avión, un aeropuerto, un submarino, una montaña rusa o cualquier proceso sistemático basado en un ordenador, sin que los operadores siquiera lo noten. No es difícil imaginar el impacto que una organización terrorista podría generar utilizando un insecto como éste.

 

 
Desde entonces, el malware -o software malicioso- ha avanzado hasta convertirse en algo prácticamente indetectable. En un contexto cuya funcionalidad depende en gran medida de la correcta operación de sistemas informáticos, la vulnerabilidad de la seguridad mundial está a merced de mercenarios cibernéticos. Más que pensar si Trump desatará un conflicto nuclear con un tuit mañanero o si Kim Jong-un colmará la paciencia de Occidente, es preciso advertir que vivimos en el caldo de cultivo de una ciberguerra. Que un ataque como el del fin de semana pasado son solamente advertencias y ensayos de algo que podría provocar verdadero caos mundial.

 

 

 

Llama la atención la similitud que existe entre la situación que vive Donald Trump ante la investigación que se sigue en contra de miembros de su campaña y staff por vínculos con la administración del Presidente de Rusia, Vladimir Putin, y el contexto que vivió Richard Nixon al iniciar la investigación sobre el escándalo de Watergate. Una de las decisiones más controvertidas de Trump -el despido de James Comey como director del FBI- crea un innegable paralelismo con la remoción del fiscal Archibald Cox, responsable de la investigación que llevó a Nixon a dejar la Casa Blanca.

 

 
Hace algunos días, Trump -fiel a su estilo- advirtió a Comey que “más vale que no haya grabaciones de sus conversaciones” filtradas a la prensa, lo que permite especular sobre el posible contenido de esas pláticas y el hecho de que pudieran involucrar intentos de persuasión o intimidación por parte del Presidente de Estados Unidos para anular una investigación en su contra, es decir, la sospecha de que algo quiere esconder. El último Presidente que aceptó haber grabado conversaciones en secreto fue Richard Nixon, quien fue también el último en renunciar a ese trabajo.

 

 
Tras la caída de Nixon, la pregunta que corría de voz en voz entre la sociedad era: ¿por qué no borró las cintas? Hoy, la gente se cuestiona si éste podría ser el inicio del fin para otro Presidente de Estados Unidos.