Cada seis años es lo mismo. Andrés Manuel López Obrador parece ir lanzado a Los Pinos. Luego de una campaña interminable –básicamente lleva 12 años dedicado a eso–, impulsado por las demasiadas muestras demasiado grotescas de corrupción tipo Duarte-Duarte-Borge-Casa Blanca, etcétera, para sólo hablar de las últimas, y luego de una temporada de esfuerzos durísimos por parecer mesurado, conciliador y hasta afable, a AMLO le da por patear el pesebre, regodearse en sus salidas de tono habituales en estas alturas del sexenio y defender lo indefendible. Lo indefendible, en el último corte de caja, son Eva Cadena, las cuotas groseramente impuestas por Delfina y la propensión de algunos integrantes de su partido a cantar las loas de la Venezuela de Maduro.
Más sintomática, si cabe, es su tendencia a patear el pesebre, porque revela una idea del mundo, de la cultura en la que ha crecido, del país, que simplemente ancla en el odio y el desprecio generalizados. Curioso lo de Obrador: cuenta con el apoyo de muchos artistas e intelectuales a pesar de que descalifica por sistema muchos de los espacios donde se expresan, y por lo tanto muchos de sus logros o de su legitimidad. El Síndrome de Estocolmo. Vean sus últimas dos semanas, para no ir más lejos. En una entrevista con Carmen Aristegui, calificó a El Universal de pasquín, de periódico vendido a la mafia del poder. Pero hizo más que eso: tuvo una conversación ríspida con Carmen, a la que nadie puede culpar de haber dinamitado la carrera de AMLO, y muy, pero muy próxima a otra con José Cárdenas. Pero hizo más que eso: comprometió -veremos en qué medida- la campaña de Delfina, su delfina, por el Edomex, al intentar someter al perredista Juan Zepeda con una prepotencia verdaderamente llamativa.
A Juan Zepeda, la gran sorpresa de las elecciones mexiquenses, un hombre de izquierda con un discurso sencillo en el que, sin embargo, se asoma cierto bagaje cultural, roquero, que puede llegar a morderle muchos votos a la candidata de Andrés Manuel.
Lo dicho: López Obrador entró en su etapa de suicidio electoral. Ésa en la que nos recuerda por enésima vez que bajo la capita delgadísima de tolerancia y respeto se esconde un corazón intransigente y enojado. Ese que asusta a los votantes indecisos a cambio de los aplausos cada vez más fervorosos de su núcleo. El que daría la impresión de que quiere perder, o de que al menos le aterra la posibilidad de ganar. Y el que termina por culpar a los otros de la derrota, en un ciclo interminable.
aarl