Los que nacimos después de los años 60 crecimos con una sana distancia escéptica hacia los nacionalismos, al menos en los sectores digamos ilustrados de las clases medias. Estábamos intoxicados de espíritu de libro de texto, de Historia Patria en letras de bronce. Así que una figura como la de Diego Rivera, que nadó en las aguas del nacionalismo -aunque desde luego no sólo era distante, sino ajeno al patrioterismo pedestre del establishment priista- nos era ajena, sino es que incluso antipática.
Lo vimos a distancia, con una cierta simpatía por su folclorismo personal, tal vez cierto rechazo por su machismo y su trato a las mujeres –agravado por el hecho de que Frida le comió el mandado, sobre todo pasados los años 90, e hizo por contraste más dudosa su figura– y un interés más que escaso por su obra. Bien, es hora de rectificar. De meterle freno a esa inercia del prejuicio.
Y tenemos una buena oportunidad de hacerlo. Es la exposición Picasso y Rivera. Conversaciones a través del tiempo, que pueden y deben ver en Bellas Artes.
Es una exposición notable por varias razones, de entrada por la obra de Picasso que lograron traer a estas tierras los responsables del museo. Gran trabajo. Varias de sus piezas clásicas están hoy en los muros del Palacio, para empezar Flauta de pan, que efectivamente no había abandonado nunca París. Para mí, sin embargo, la gran revelación es Rivera. La exposición, inteligente, cuerda, no pretende hacer un homenaje patriótico a Rivera por la vía de la competencia con Picasso.
De lo que se trata es de comprender dos trayectorias centrales del siglo XX por la vía de exponer sus caminos paralelos, que sin embargo convergieron en muchos puntos. Aun así, Rivera aguanta el contraste con sobrados méritos. Lejos del cliché del nacionalismo revolucionario, Rivera se revela como un virtuoso extraordinario, un dueño envidiable de los principios del cubismo y en general como un vanguardista provocador y heterodoxo; también, como un retratista agudo y perceptivo, un gran lector de las mitologías precolombinas y como un conocedor profundo del arte de su tiempo y del anterior, con los que dialogó brillantemente.
Como, en fin, un artista versátil y talentoso, mucho más rico en expresiones de lo que sugieren sus incursiones en el muralismo, que tienden a opacar el resto de su obra, y que superó con creces, sobre todo, el aplanamiento que suele derivarse de un fervor ideológico como el que sin duda lo marcó.
Recuperemos a Rivera. Es un buen regalo que podemos hacernos.
aarl