En el High Line de Nueva York hay departamentos tan cercanos a los viandantes que se rompe la intimidad. Unas cuantas banderas de arcoíris se dejan ondear de algunos pisos.
Camino siguiendo un riel de algún antiguo tranvía de aquéllos que marchaban a ninguna parte, allá por 1929, cuando más de uno se lanzó al vacío por el crack económico porque se arruinó y se fue a un lugar mejor donde no se necesitaba dinero para entrar.
Pasaron los años y la ciudad se fue transformando a tanta velocidad que llegó un momento en que no se conoció ni ella misma, mientras se quedó huérfana al asesinar a sus dos Torres Gemelas.
Sin embargo, nunca perdió su esencia salvaje en forma de isla donde los árboles eran gigantes rascacielos y las lianas, las telarañas de un Spider-Man que salvaba a los buenos de los malos.
Esta isla fascinante no deja de deslumbrarme. Vengo una y otra, y otra vez, y sigo enamorándome de una metrópoli donde su idiosincrasia está regada por rascacielos, olores densos, a veces fétidos, basura que acumula toneladas de historias y ratas obscenas que se pasean de noche.
Todo eso forma parte de la personalidad de la Gran Manzana, donde cada uno vive su vida de manera individual, en un egoísmo tan sugerente que podría llegar a ser atractivo.
Esta mañana me levanté temprano. Me fui a correr a Central Park, uno de los privilegios que me doy cada tres o cuatro años. Entre puentes de películas me encontré un gran árbol que sobresalía del resto. Entonces dejé de correr y me acerqué, y extendí todo lo que pude mis brazos para intentar abrazar toda la extensión de su inabarcable circunferencia, para agradecerle su respiración que nos ayuda a que el resto podamos vivir, para agradecerle a Nuestro Señor la dicha de vivir la aventura de la vida con todos y cada uno de sus momentos, de ver Central Park y cómo brota el agua de las tuberías para alimentar ese verde que ayuda al planeta a vivir, a seguir girando, aunque está enfermo, cada vez más, una enfermedad que hemos provocado nosotros y nuestra avaricia, esa ansia insaciable que sólo el ser humano sabe sacar desde sus adentros porque es innato en él.
Pero ese mismo ser humano es grandioso, tanto que ha creado ciudades únicas como Nueva York o cualquier otra, o pueblos pequeños o grandes, porque inventó la luz y las tuberías para repartir el agua. Inventó todo tipo de comunicaciones, y antes la imprenta y el papiro, y la tinta, y mucho antes, las figuras en cavernas dejando el vestigio de donde vivió el Homo sapiens, nuestro primer ancestro.
Por eso mi artículo de hoy, querido lector, no pretendía hablar ni de economía ni de análisis de política internacional. Mi artículo de hoy pretende ser un pequeño tributo de amor al hombre, a la filantropía, lo más auténtico de esta aventura que es la vida.