Hace poco compré en una Gandhi del sur de la Ciudad de México, “Contra las elecciones: cómo salvar la democracia” (Taurus, 2017), del joven filósofo belga David Van Reybrouck –ese mismo día adquirí la “Historia mínima del PRI”, de Rogelio Hernández Rodríguez (El Colegio de México, 2016), así que pueden imaginarse la ensalada que preparaba–.
Manifiesto político radical a los ojos del hoy sacrosanto sistema electoral de Occidente, el autor parte de tres indicadores que, a sus ojos, serían alarmantes si descubrieran el ritmo entre sí: en Europa y Estados Unidos, el abstencionismo ha crecido drásticamente en las últimas décadas; en el Viejo Continente hoy el voto es mucho más volátil –es decir, la gente es menos leal a un partido o a un proyecto específico de país–; y los cada vez menores índices de afiliación a los partidos políticos en la Unión Europea revelan un desfase creciente entre las sociedades “y los agentes más importantes de ese sistema”.
Esto, considera el belga, se parece mucho a un “síndrome de fatiga democrática”. Por lo mismo, se remite a las propuestas que en el pasado se han presentando como revitalizadores de la democracia: el populismo, la tecnocracia y el antiparlamentarismo. Sin embargo, las considera fallidas en su objetivo de mejorar la representatividad social: el primero, porque “es peligroso para la minoría”; la segunda, porque “es peligrosa para la mayoría”; y el tercero porque “es peligroso para la libertad”.
Tras analizar el movimiento Occupy Wall Street, y en menor medida, el de los “indignados” en España, pasa al motor del libro: las elecciones no son el único método democrático para designar el despacho de las responsabilidades públicas; por ende, no debemos cerrarnos a la idea de incorporar distintos métodos en aras de proteger y revitalizar la democracia –sistema que, debido a una pobre representatividad y a la hipermediatización de la política, ha sido reducido a “un concurso de belleza para feos”.
De aquí, el fundamento histórico de la propuesta de Van Reybrouck: “La humanidad lleva casi tres mil años experimentando con la democracia y apenas doscientos sirviéndose de las elecciones de forma exclusiva para ello (…) las elecciones (eran) un sistema que hasta entonces solo se utilizaba para designar al nuevo papa”. El belga, pues, pide rescatar la esencia de un mecanismo central para la democracia ateniense: la elección por sorteo de ciudadanos dentro de una muestra aleatoria pero representativa de la sociedad –lograda por censos y ejercicios estadísticos–, para desempeñar ciertas funciones públicas.
Dicho arreglo, mezclado con la vía electoral –sorteo y elección se veían como complementarios–, garantizaba la participación de “entre el 50 y 70 % de los ciudadanos” en la toma de las decisiones públicas, al tiempo que fortalecía la representatividad –y por ende la legitimidad– de éstas.
El uso de la elección por sorteo cambiaría debido a la repentina omisión de ésta por aquellos que institucionalizaron a sus respectivas naciones tras la Independencia de Estados Unidos y la Revolución francesa. A partir de ahí, se desechó de manera un tanto arbitraria un método que no sólo gozaba de prestigio, sino que creaba contrapesos difíciles de viciar y era el más cercano a la definición literal de “democracia”.
Hoy, destellos de este modelo de democracia deliberativa por sorteo y elección han empezado a surgir –véanse los casos de la Convención Constitucional en Irlanda (2013) o la Asamblea Ciudadana para la Reforma Electoral en Canadá (2006-2007)–. Sin embargo, Van Reybrouck reconoce la principal limitante: la ignorancia del ciudadano común en materias del Estado –Aguilar Camín suele repetir: solo hay una cosa peor que un político profesional; un político no profesional–.
Por ello, aclara, su idea no es entregar total decisión a un grupo emanado por sorteo de una muestra fiel de la sociedad basada en censos, sino apostar –por ahora– a un “sistema birepresentativo”: “(…) la experiencia práctica de los políticos profesionales y la libertad de los ciudadanos que no dependen de la reelección”, planteándose, inclusive, la creación de un órgano ciudadano, elegido principalmente por sorteo, para complementar el proceso democrático con periódicas dosis de realidad social que muchas veces olvidamos los políticos.
Mientras haya representatividad, lo aleatorio también puede ser democrático; incluso, el azar elimina automáticamente ciertas presiones que quienes aspiran al poder público vía elecciones suelen padecer, al tiempo que devuelve a la gente parte del poder de la partidocracia. Si bien en política “teoría” y “práctica” representan la distancia más grande que existe, el núcleo de “Contra las elecciones” es bastante sencillo: aquello que no se adapta, se muere.
@AlonsoTamez
caem