Suena raro en una de las celebridades más seguidas en redes sociales, en uno de los personajes con mayor poder de convocatoria e impacto de mercadotecnia, en uno de los modelos deportivos que con más ahínco los niños buscan seguir, ese enunciado: “lo que incomoda a la gente es mi brillo, los insectos sólo atacan a las lámparas que brillan”.
Suena raro cuando su festejo de gol es imitado incluso por profesionales, cuando un cambio en su peinado implica que multitud de adolescentes pretendan lo mismo, cuando sus zapatos de fútbol, su gorra al salir del estadio, su camisa en un día de paseo, son objetos de deseo para personas en cualquier confín del planeta.
Suena tan raro que alguien de su amplio séquito habría de aclararle: más allá de rivalidades y preferencias, de filias y fobias, de veneraciones y odios, lo que incomoda no es su brillo, sino su ocasional incapacidad para portarlo. Amplio séquito que mayor favor le haría, como al común de los futbolistas de su dimensión, eventualmente contradiciéndole; es en el aislamiento donde comienza la pérdida de sensatez, el pensar que todo se hace bien, la paranoia, el desapego de la realidad.
Planteo lo anterior, como a menudo he planteado mi inmensa admiración por este portento. Entre los genios predestinados y los autoperfeccionados, no dudo, prefiero a los segundos: obstinación, perseverancia, tesón, han llevado a Cristiano Ronaldo de ser un grande más a acaso encarnar al futbolista más completo de todos los tiempos (lo que no necesariamente, cada quien juzgara, lo convierte en el mejor).
Cristiano puede tener razón en su disputa fiscal. Cristiano no puede tener razón en que sea juzgado sólo por su notoriedad o brillo. El tema es tan delicado como para demandar un sentido común que el multicampeón no ofreció en tan puntual momento: ¿referir ante la autoridad que sólo se le procesa por su reputado nombre, rematar aludiendo a una absurda parábola en la que todo quien le critique es en automático un insecto atraído hacia su luminosidad de rey sol? No hablamos de penaltis rigoristas, no hablamos de polémicas votaciones por el Balones de Oro, no hablamos de dudosas posiciones en fuera de juego: hablamos de una sentencia que podría desembocar en prisión.
A partir de eso, la retórica en los medios ha de ser distinta, pero primero la del sujeto.
Cuando en septiembre de 2011 declaro aquello de “me pitan porque soy rico, guapo y buen futbolista”, terminé de comprender al personaje al que al entrevistar por primera vez, pregunté: “¿Qué condición resaltas más de tu juego? ¿Velocidad, técnica, talento?”, y me respondió riendo, “las tres”. Vanidad de vanidades, sólo el ególatra que ve en el gol la cumbre de la vanidad, logra llegar a tan descomunales cifras.
Como sea, el narciso de los estadios no puede ser igual en los juzgados, el que reta a la grada rival no puede retar al Estado que le acusa (cantaba The Clash: “I fought the law and the law won!”).
La defensa de Cristiano Ronaldo llegará con sus abogados. Mientras eso sucede, bien hará en dejarlos trabajar. El primer paso, olvidarse de paranoias: no, no se le sentó en ese banco por su nombre y celebridad; tampoco, tampoco es porque su brillo, ese que vende y apasiona como pocos, resulte molesto.
Twitter/albertolati
caem