Un encabezado, demorado por el atravesar del oleaje atlántico en diagonal, pospuesto porque a la recepción del telegrama en los periódicos de Fleet Street en Londres nadie naba crédito, descreído por la habitual soberbia en esas islas, despojaba a los ingleses de algo más de lo que les había pertenecido en su deporte: el futbolista más caro de la historia no jugaba por primera vez para un equipo británico.
Bernabé Ferreyra, goleador e ídolo popular, actor de cine y musa de tangos (“Bernabé con su cañón. Que hoy te supo consagrar. Con justicia y con valor”), acababa de despedazar la marca del traspaso más costoso.
Si en 1928 el Arsenal había pagado al Bolton 10,800 libras por el delantero David Jack, cuatro años después River Plate entregaba al Tigre el equivalente a 23,000 libras: el récord daba un salto de 143 por ciento si se considera la inflación; desde entonces, la mayor diferencia entre una transferencia récord y la siguiente.
El deporte que ya se había convertido en espectáculo tornó en negocio y de negocio pasó a consolidarse como la más global de las industrias. Por el listado desfilaron algunos apellidos hoy solo pronunciados con sombrero en mano y solemnidad sacra: Schiaffino, Sívori, Cruyff, Maradona, Gullit, Baggio, Ronaldo el primero, Figo, Zidane, Ronaldo el segundo. Como sea, por obstinado que estuviera un magnate en poseer a la mayor gema del balón, la distancia entre un fichaje récord y el siguiente difícilmente superaba el 40 por ciento.
Así llegamos a este verano, cuando el salto del jeque de Qatar será de casi cien por ciento: de los 115 millones de euros pagados por el Manchester a cambio de Paul Pogba en 2016 a los 222 millones por Neymar en este agosto.
Así de relevante ha sido ésta, la operación más voluminosa en la historia del deporte. Monto que entre cláusula de rescisión, comisiones, impuestos y salario, trascenderá los 630 millones de euros con los que podría comprarse algún gran equipo (por ejemplo, Forbes tasó al mismo París Saint Germain en 814 millones de euros y en alrededor de 600 a instituciones como Atlético de Madrid o Inter de Milán).
Una nueva era de la que el hasta ahora príncipe Neymar pretende convertirse en rey. Puesto a ello, los millones de Qatar, más deslegitimados y aislados que nunca, le brindarán el mayor de los respaldos desde ese equipo medular para que el emirato se quedara con el Mundial 2022: en la misma reunión en el Palacio del Eliseo en la que Michel Platini acordó apoyar a esa candidatura mundialista, el entonces presidente Nicolás Sarkozy convenció al Emir de comprar al PSG y crear el brazo deportivo de Al-Jazeera, BeIN Sports, con el que adquiriría los derechos de la liga francesa.
Cuando Al-Jazeera pretende ser cerrada y el Mundial 2022 despojado de los qataríes, la dinastía Al-Thani, esa que ha incluido Golpes de Estado de un hijo contra su padre, vuelve a dar un golpe de notoriedad.
La noticia no ha tenido que atravesar pesadas olas ni telegramas archivados por absurdos en una redacción de Fleet Street. Ha bastado con las redes, en las que Neymar se mueve como con el balón: ahí empezó a dudar, ahí priorizó lo que dijera su familia (léase, O pai de cracke, su padre), aquí quiso driblar, ahí simuló que se lo pensaba, ahí concedió verdad al rumor de la forma más contundente: con un silencio que significaba que sí, que se iba a la Ciudad Luz a construir su Versalles en el Parque de los Príncipes.
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