Como Albert Einstein antes de la Relatividad, como Miguel de Cervantes antes del Quijote, como Neil Armstrong antes del pequeño paso, ahí estaba él, en medio de una tromba de cámaras, aunque tan poco contemplado; ahí estaba él antes de fijar un nuevo límite para nuestra especie; ahí estaba antes de que la velocidad fuera suya, antes de que la velocidad fuera él.

 

Usain Bolt calentaba por la pista del Nido del Pájaro de Beijing y pocos nos centrábamos en su larguirucha presencia. Los flashes apuraban sobre Asafa Powell, jamaicano al que se suponía que correspondería ese trono en los 100 metros. La expectativa también iba hacia la esperanza estadounidense, Walter Dix, urgido de izar esa bandera ante el dopaje del anterior campeón olímpico Justin Gatlin, ante la increíble eliminación en semifinales de Tyson Gay, ante el retiro de Maurice Green. En cuanto a Bolt, la mayoría de quienes digan que le dedicaban toda la atención, estarán exagerando: no importaba que el mejor tiempo del año lo tuviera él, tampoco que recientemente hubiera mejorado por dos centésimas el récord mundial de Powell, antes de esa carrera Usain era uno más, su nombre no tenía consenso de pronunciación y su apellido todavía no era traducido como relámpago.

 

¿Cuánto tiempo pude verlo en ese frenesí previo a la carrera? Todo el que hubiera querido, porque no estaba más que a veinte metros de mi posición en la zona de entrevistas televisivas. ¿Ya conectaba con la grada? ¿Ya era un obsesivo de los rituales? ¿Ya proyectaba semejante suficiencia? ¿Ya caminaba cual príncipe del reggae, Buffalo Soldier de casi dos metros? Me duele admitirlo, puedo pretextar que es mucho lo que pasa en un Estadio Olímpico, puedo culpar al aislamiento por los audífonos de la transmisión televisiva, pero no lo sé.

 

Lo vi pasar a un lado y al otro, porque con su estatura habría sido imposible no hacerlo y cierta promesa ya incluía, pero lo recuerdo más como en cameo de película de edición rápida.

 

Luego, la llamada a silencio y la explosión: tras veinte metros, su zancada devoraba la historia del atletismo. La carrera era suya no por esa noche pekinesa, acaso para la eternidad. Tanto, que a mitad de camino ya celebraba y abría para siempre el debate: ¿cuánto habría registrado de acelerar durante todo el trayecto, de no haber descompuesto su posición en la euforia, de haberse ensañado de principio a fin?

 

Ese día el biotipo idealizado para la velocidad, cambió. Como un científico enfocado al deporte me explicaría años más tarde en Inglaterra: “Ahora entendemos que la ventaja de los individuos más altos y delgados, con mayor zancada, es donde ya hay una velocidad constante, donde la aceleración ya ocurrió; no sólo son las zancadas más largas, sino que son menos resistentes al viento por ser más delgados, porque son menos corpulentos”.

 

Desde Beijing 2008 y hasta esta semana en los Mundiales de Londres 2017, Usain Bolt ejerció la más longeva hegemonía que la velocidad haya visto. Suyas fueron las pruebas de 100 y 200 metros en tres Olímpicos consecutivos, casi siempre con la misma sensación de sobradez, de semidios compitiendo contra mortales, de Aquiles convirtiendo con sus pies ligeros a todos en su Troya.

 

Antes de convertir para siempre a los cien metros en su Mona Lisa, Usain Bolt sabía. Quizá por eso hoy recuerdo (o es que por remodrimiento he inventado en mi recuerdo), que lo vi reir en esos segundos de previo en los que los mortales se desquician. ¿Por qué? Quizá por la posibilidad de correr detrás de una criatura de mitología, como a su generación le tocó.

 

Twitter/albertolati

 

caem

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