Quedan pocos sobrevivientes en éste Real Madrid de aquella aciaga época: la impotencia de ver siempre reinar al mayor rival, la resignación de sólo poder jugar un Clásico a no jugar, la desolación de no tener un estilo al tiempo que en la otra trinchera había un esquema más que sublimado.

 

Años en los que Cristiano Ronaldo tenía como consuelo la disputa del título de goleo y poco más. Años en los que, era evidente, detrás de Lionel Messi jugaba uno de las más poderosos trabucos de la historia (hasta siete titulares del campeón del mundo), al tiempo que el portugués debía sacar petróleo con un grupo oxidado, mal configurado y confundido. Años en los que el Madrid recurrió al peor de los refugios para subsistir a la hegemonía blaugrana: el delirio de persecución…, y puesto a ello, nada más eficaz que la paranoia de José Mourinho.

 

Ahí estuvo Cristiano, en una goleada de 5-0 en el Camp Nou, en la que los blancos fueron tan ajenos al balón como cualquier televidente en su casa. O recién en noviembre de 2015, cuando el Estadio Bernabéu se llenó de pañuelos de indignación ante un Barça que se impuso 4-0.

 

Ahora todo es distinto. Son las tres Champions de las últimas cuatro disputadas, es el reciente título de Liga, es la serenidad a partir del saber estar (y también, no olvidemos, saber dirigir) de Zinedine Zidane, es la acumulación de hasta dos talentos por posición, es el rejuvenecimiento de un plantel tan plagado de adolescentes que quizá algunos no tienen memoria del equipo que precedió a Mourinho.

 

Son extraños los ciclos. El Barça que se regodeaba en la abundancia, que tenía tal sobrecupo de talento en la media cancha como para no hallar sitio a Cesc Fábregas, que prometía de oro a todo valor surgido de su cantera, tiene que pagar 40 millones de euros por un volante más industrioso que virtuoso, para colmo llegado de la Liga china tras un paso regular por la Premier League. Aquel Barcelona del millón de toques al balón, que lo mismo mataba al rival por hipnosis colectiva que por mareo, hoy se cuelga de Lionel Messi, como el cuadro merengue de cinco años atrás sólo aspiraba a dar la pelota a Cristiano e implorarle un milagro.

 

Precisamente por todo eso que relato, el portugués tendría que entrar a la etapa más gozosa de su trayectoria. Más arropado que nunca, legitimado por una cantidad de Balones de Oro que en unos meses será igual a la de Messi, estrella máxima en la que es ya la mayor constelación del universo futbol, ha de entender que las esquizofrenias padecidas de 2009 a 2015 hoy estorban más que ayudar.

 

¿El árbitro? Ayudó feamente al Barça en la ida de la Supercopa, pero por su propia conveniencia, todos han de asimilar el riesgo que implica tocarlo. ¿Los problemas extra-cancha? Bien hará en comenzar por separarlos de todos los demás: de la crítica periodística, de la reacción en las gradas, del trato durante el partido. ¿Su voluntad de irse? Una vez que se quedó en España, habrá de quedarse bien.

 

Sólo Sergio Ramos, Marcelo, Karim Benzema y él, padecieron la tormenta de aquel Barça. Justo cuando los papeles se invierten, habrían de ser los primeros en valorar el presente y ninguna forma mejor de hacerlo que centrándose en jugar. La era de brincar al campo buscando culpables ha caducado; incluso frente a penales injustos, esa paranoia hoy no tiene razón de ser.

 

Twitter/albertolati

 

caem

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