Se presentó como un candado contra la irresponsabilidad, contra los números rojos, contra ese hábito tan humano de gastar más de lo que se tiene.
Visto que la UEFA no podía controlar las deudas de los equipos, ni frenar los subsidios desde instituciones públicas tan habituales en países como España (recordemos la declaración del presidente del Bayern, Uli Hoeness, aludiendo al dinero alemán utilizado para el rescate de economías como la española: “Para mí es el colmo, impensable. Pagamos cientos de millones de euros para que salgan de la mierda y luego los clubes no pagan sus deudas”), nacía el fair play financiero.
En el fondo había otro tema que inquietaba mucho más a los equipos de abolengo: la irrupción masiva de jeques y oligarcas, ávidos de poner sus millones para armar trabucos en tiempo récord.
¿Cómo evitar que los fenómenos Chelsea y Manchester City se multiplicaran al cabo de pocos años? Limitando las posibilidades de gasto no a la fortuna del nuevo propietario, sino a los fondos que la misma institución generara.
No es exagerado decir que ese lado B del fair play financiero fue mucho más relevante para su formulación que el más romántico lado A: antes que exigir gestiones sensatas y respeto al fisco, los viejos ricos del balón pretendían protegerse de los nuevos ricos.
Su hilo de argumentación se basaba en el hecho de que si ellos pagaban traspasos y salarios millonarios, era porque sus historias, tradiciones, seguimiento popular, les permitían contar con mayores niveles de ingreso.
El Manchester City no tardó en hallar forma de darle la vuelta, creando lo que hoy se conoce como dopaje financiero: vender el nombre de su estadio a una marca perteneciente a su grupo (la aerolínea Etihad) y reportar una cifra de patrocinio abultada; lo mismo podía efectuar el París Saint Germain con sus derechos de transmisión en BeIN Sports o el Chelsea con Gazprom tan cercana a Roman Abramovich. Eso llevó a la UEFA a exigir que los precios no estuvieran por encima del mercado: si el patrocinio del uniforme suele costar X, no es admisible que se maquillen las finanzas con la invención de que cierto club consiguió un contrato por el triple.
En esas se encuentra el París Saint Germain con la que será la ofensiva más cara de la historia, sumatoria superior incluso a las marcas de la mayoría de los equipos y estadios del mundo. En cuatro años, 222 millones de euros por Neymar, 180 por Killian Mpabbe, 65 por Edinson Cavani, 63 por Ángel Di María, 48 millones por Julian Draxler: casi 600 millones de euros…, y eso sin remitirnos a sus sueldos, también contabilizados por el fair play financiero.
El PSG tendría que compensar su despilfarro con la venta de varios cracks, pero como no desea hacerlo, ha convencido al Mónaco de disfrazar la operación Mbappé de préstamo.
Ahí, la pesadilla de los viejos aristócratas del balón: el mercado se ha inflado y la cantidad de competidores incrementa.
Twitter/albertolati
caem