A un día de que se inauguraran los Juegos de 2012, la antorcha recién había pasado por el sitio más emblemático de Londres: bajo el Big Ben, en torno a los jardines de la plaza del Parlamento, ante la Abadía de Westminster, frente a estatuas de símbolos máximos de la humanidad como Winston Churchill, Mahatma Gandhi y Nelson Mandela.
Como el resto de los portadores del fuego de Olimpia, el Secretario General de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, iba vestido con los conmemorativos pants blancos con detalles en dorado. Todavía eufórico tras entregar el fuego al siguiente antorchista, me decía en medio de un tumulto que le hacía parecer menor en tamaño de lo que es: “El movimiento olímpico comparte los mismos ideales y causas que la ONU: paz, tolerancia, reconciliación, solidaridad, unión y juego limpio”.
Sin embargo, estábamos parados a pocos metros del que había sido foco de protestas en contra de Londres como casa de esa justa. Manifestaciones que serían minimizadas al compararse con lo que en Brasil estallaría al año siguiente, aunque, en todo caso, una elocuente ira hacia FIFA y COI: en general, por la mercantilización y politización del deporte, por el gasto multiplicado a fin de organizar un banquete de tan corta duración, por la hipocresía al tratarse el dopaje; en lo específico, por la contratación como proveedor de una empresa vinculada a la Tragedia de Bhopal (1984, en la India, más de 5 mil muertos) y por la militarización de las calles para garantizar seguridad.
A eso debían añadirse algunos temas por siempre vigentes: la corrupción en la elección de anfitriones de mega-eventos deportivos, el uso de esos certámenes y de las gestas atléticas para maquillar regímenes despóticos, el atropello de los Derechos Humanos y laborales de quienes erigen la infraestructura deportiva.
Un día más tarde, Ban Ki-moon abrió la inauguración de Londres 2012 con palabras similares a las que me había compartido. Creyente en el especial poder del deporte como catalizador de lo mejor del ser humano, cinco años después el destino le ha colocado en un puesto clave para ello: presidente de la Comisión de Ética del COI.
Gran decisión en dos sentidos. Por un lado, de cara a la percepción: su marca se legitima con una figura tan respetada, ganando lo que más requería, que es credibilidad. Por otro, en términos de su operación: mientras que la FIFA de Gianni Infantino exhibe comisiones todavía menos autónomas para su fiscalización interna que en la era Blatter, el COI sabe que a un personaje de este calibre no podrá mangonearlo.
En el largo camino que ha llevado a los mega-eventos deportivos a esta crisis, a esta fuga de patrocinios, incluso a regalar la sede de los Olímpicos 2028 para no arriesgarse a quedarse sin postores en cuatro años, individuos como Ban Ki-moon tienen la capacidad de devolverlos a su viejo pedestal.
El cinismo con que se han robado, corrompido, ofertado sedes, tendrá que parar. Lo mismo, el promover (como admitiera el secretario general de FIFA, Jerome Valcke) que demasiada democracia sea mala para un Mundial. Aquí urgen reglas, aquí urge asumir una responsabilidad, aquí urge ética: esa es la misión de Ban, tan acorde con lo que me explicara que ve en el olimpismo: paz, tolerancia, reconciliación, solidaridad, unión y juego limpio.
El ex secretario general de la ONU ha sido comisionado para rescatar a los aros olímpicos.
Twitter/albertolati
caem