Los músculos no tienen palabra de honor. Tampoco muchas otras cosas como las máquinas, las relaciones, a últimas fechas las encuestas electorales, pero es tema viejo en el futbol eso de que pagar mucho por un refuerzo está lejos de garantizar la salvaguarda de sus piernas.
Pensemos, por ejemplo, en Gianluigi Lentini, aquel prometedor extremo por el que en 1992 el Milán rompió el récord del traspaso más caro de la historia. Meses después, el problema no eran sus habilísimas extremidades, sino algo peor: un severo accidente automovilístico tras el que ya no saldría del amargo listado de lo que pudo ser.
Por supuesto, está el caso Ronaldo, de tan notable rendimiento cuando llegó al Inter en 1997, aunque súbitamente sometido a los más siniestros caprichos de una rodilla que decidió no correr a su velocidad, ni sostener su potencia, ni integrarse a la danza de su desequilibrio.
Lo mismo podemos remitirnos a Kaká, eterna víctima de pubalgia y rodilla, o de Gareth Bale, versión actual de lo que antaño se conocía como futbolista de cristal, crack para verse y no tocarse, monolito que a cada viento teme lo peor.
Por todo lo anterior, una versión muy repetida señala a la superstición como razón por la que Zinedine Zidane eligió el atípico número 5 al ser comprado por el Real Madrid (transferencia récord como antes Lentini y Ronaldo, como después Kaká y Bale). Muy sabido el valor que se da en la cultura árabe y mediterránea al 5, así se habría protegido del mal de ojo ese descendiente de inmigrantes argelinos.
Eso nos lleva a Ousmane Dembélé, joven pero muy millonaria contratación del Barcelona para la presente temporada. Recién llegado, todavía muy lejos de sentirse o lucir integrado, ha padecido una lesión grave a los pocos minutos de su primer cotejo como titular en la liga. Así, los blaugranas que gastaron por él una cifra que podría llegar a los 145 millones de euros, no estarán en disposición de utilizarlo hasta el año entrante.
Si el aficionado más racional y práctico al futbol suele convertir las jornadas de partido en una sucesión de supersticiones (las calcetas de la suerte, la reunión con los amigos que no falla, el sillón desde el que se ve mal pero se contemplan más goles favorables en el monitor), los equipos suelen entrar al terreno de los talismanes incluso con mayor ahínco.
Bien sabe el París Saint Germain que no hay garantía para las piernas de Neymar y que esa inversión de 222 millones de euros es proclive a desinflarse al menor choque en la cancha o al movimiento de apariencia más inofensiva. Desde que entregó al Barça aquel voluminoso cheque, el PSG se resignó a dos posibilidades: pedir a la corte del emir que enviara muchos cincos desde Qatar o esperar que el mismísimo Conde de Saint Germain, a quien amplias sociedades de alquimia y secretismo atribuyeran la invención del elixir de la inmortalidad, proteja a su delantero.
Dembélé, ya condenado a jugar en el Camp Nou contra su precio a la par de contra el rival, deberá añadir dos rivales a su regreso: la impaciencia de la grada y sus temores a una recaída; es decir, en 2018 alineará de nuevo, pero ahora entre los delirios de ansiedad del entorno y los delirios de fragilidad propios.
Twitter/albertolati
caem