Para que Beethoven compusiera como lo hizo, antes debió tener como referencia la música de Mozart. Para que tanto Leonardo como Miguel Ángel alcanzaran tal perfección, antes fueron sometidos a una especie de competencia en la que se les instó a pintar, mirándose de soslayo, en paredes vecinas del Palazzo Vecchio de Florencia (Da Vinci, La Batalla de Anhiari; Buonarotti, La Batalla de Cascina). Igual con Sigmund Freud y su viejo admirador Carl Gustav Jung, igual con las obras de William Shakespeare y las de Christopher Marlowe, igual con Hegel y Schopenhauer, con los Beatles y los Rolling Stones, Anatoly Karpov y Garri Kasparov, Lionel Messi y Cristiano Ronaldo…, y así nos seguimos al infinito: donde ha habido grandeza es porque ha habido competencia.
Eso nos lleva a la frase con la que Roger Federer remató su victoria del domingo sobre Rafael Nadal en la final de Shanghái, tan virtuoso en discurso como suele serlo con raqueta: “Nadal es de esos tipos que siempre me hacen mejor jugador. Él quizá me hizo volver a trabajar en mi juego, volver a las pistas de entrenamiento y pensar en lo que podría cambiar para ser un mejor jugador”. Palabras en consonancia con las que externara el mallorquín mucho antes: “Tener a Federer como rival me ha llevado a querer mejorar porque siempre tenía a alguien delante que era mejor que yo prácticamente en todas las facetas del juego. Eso me hacía ir a trabajar cada día con la creencia de que tenía que mejorar y que eso que mejoraba no era suficiente”.
Imposible dudarlo, sin una némesis tan capaz de vencerlo, Federer se hubiera retirado un buen tiempo atrás. ¿Ir camino de los 37 años con semejante nivel, recién conquistados otros dos torneos de Grand Slam y de nuevo instalado en la máxima élite del tenis? Sólo cuando existe alguna razón para continuar creciendo y trabajando.
Algo similar podemos pensar de Nadal, sobre todo con la racha de lesiones que padeció en las últimos temporadas. Si no claudicó entonces, entre dolores, incertidumbre y frustración, fue acaso porque había alguien cinco años mayor, renuente a abandonar.
El 2017 los ha visto recuperar ese trono del tenis que cada vez les quedaba más remoto en tiempo y posibilidades. ¿Un simple crepúsculo que nos permite contemplar rayos más intentos de sol justo antes del ocaso? Más bien, y por desafiante a la naturaleza que resulte, por desafiante a los ciclos del deporte que parezca, un nuevo amanecer. Amanecer que iluminará a sus afortunados contemporáneos mientras se prolongue. Amanecer imposible sin que esos dos astros se tuvieran mutuamente como puntos de referencia, desafío y eclipse.
Ya se sabe, Mozart y Beethoven, Miguel Ángel y Leonardo, Freud y Jung, etcétera: el monumento que se debe erigir al mayor rival.
Twitter/albertolati
caem