No, desde hace un par de semanas bien sabemos que no fue el discurso de Lula.
No lo fue, como tampoco para conceder la sede del Mundial 2006 había sido, como pensamos, la figura de Franz Beckenbauer escoltada por Claudia Schiffer y Boris Becker. Como tampoco para el Mundial 2010 bastó, como entonces pudimos asegurar, con la dimensión histórica de Nelson Mandela.
No lo fue, como mucho menos suele serlo la inútil calificación que las diversas comisiones de inspección otorgan a cada país o ciudad candidatos a albergar un mega evento deportivo –Río 2016 como Qatar 2022, eran los peor calificados en la contienda; en el caso específico de Río, había recibido un 6.4, contra 8.3 de Tokio, 8.1 de Madrid y 7.0 de Chicago.
Sin embargo, el mapa que Lula da Silva utilizó como apoyo para un discurso que más bien sonó a la más emotiva arenga de vestuario previa a un gran partido, resultaba muy romántico: enfatizar que el olimpismo había sido injusto con el sur del mundo; insistir que eligiendo a Río se saldaba una deuda contraída no sólo con los brasileños o los sudamericanos, sino lo mismo con África, la India y el sureste asiático. “Es momento de corregir este desequilibrio. Es momento de encender el pebetero olímpico en un país tropical”, clamó con esa sonrisa barbada a la que en ese 2009 nadie se resistía.
Romanticismo que no basta para ganar el derecho a recibir un evento de ese tamaño, como a Alemania no le bastaba el ideal de la reunificación ni a Sudáfrica el del fin de la segregación racial. ¿Qué basta o, intentamos creer, antes solía bastar? Dinero.
Carlos Arthur Nuzman, la cabeza primero de la ciudad aspirante y luego del Comité Organizador, compareció ese día ante los medios junto a un Lula que lloraba de emoción y bebía agua para recuperar el aliento. En el presídium (curioso parecido de la palabra con preso) también estaba Sergio Cabral, ex gobernador de Río de Janeiro, quien en 2016 fuera arrestado por corrupción y ahora de nuevo ha sido acusado, a la par de Nuzman, por la compra de votos para asegurar la elección de la sede carioca.
En cierto punto, Nuzman frenó sus palabras para besar a Lula en la cabeza y halagarlo, “entendiste pronto lo que era necesario para la ciudad, para el país, para el continente”, hasta que Jacques Rogge, cansado de tanto reparto de flores políticas, le pidió que ya dejara hablar al presidente de su país.
¿Nuzman sabía un día antes que la victoria estaba asegurada? ¿Lula sabía que el Chicago del Obama recién investido, que el Madrid de Samaranch, que el Tokio de la tecnología, serían derrotados? ¿Lo sabían como, años antes en entrevista que les efectué en un avión, Beckenbauer y su brazo derecho Wolfgang Niersbach –ambos terminaron suspendidos– me explicaron que sus cálculos les dejaban claro que se quedarían el Mundial 2006, como si ya contaran con la inexplicable abstención del delegado de Oceanía?
No era tan fácil saberlo, porque los rivales de Río tampoco habrán sido pulcros, como tal parece que nadie en esos contextos lo es; ya ven, Tokio 2020, contrario a todo lo que se atribuye en ética a la cultura japonesa, también carga con suspicacias.
Río 2016 no consumó esa, la mayor sorpresa en la historia de la elección de una sede olímpica, por el discurso de Lula. Dos semanas atrás, Nuzman fue detenido. Ahora, ha sido formalmente acusado de comprar votos.
Inevitable concluirlo: la clave no estaba ante el micrófono sino en metálico.
Twitter/albertolati
caem