El 12 de octubre, José Woldenberg –acompañado de Ricardo Becerra, presidente del Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD)– presentó su más reciente libro: “Cartas a una joven desencantada con la democracia” (Sexto piso, 2017). En palabras del autor, “no hay ninguna idea en estos textos que no pueda y deba ser discutida (…) no hay verdades absolutas. Hay, eso sí, las ganas de tratar de distinguir lo que debemos preservar, lo que debemos reformar y lo que debemos desechar”.
La obra en sí es un ejercicio de socialización. El ex consejero presidente del extinto IFE busca que los jóvenes –quienes no tenemos punto de comparación entre hoy y el sistema de partido cuasihegemónico– se familiaricen con lo que fue la Transición democrática de México, para construir un puente de empatía donde no lo hay. El libro también es una advertencia: es válido –más no recomendable– alejarse de lo público, pero no olvidemos –como diría el escritor español, Javier Cercas– que la política la haces o te la hacen.
El compendio de cartas viene a tocar nuestra puerta justo antes de la polarización de 2018, pero también ante la presentación de datos poco alentadores sobre la apreciación de los mexicanos por la democracia –se podría decir que los segundos confirman al primero–. La empresa americana Pew Research Center publicó un estudio —http://pewrsr.ch/2zsovfo— que revela cómo los mexicanos seguimos viendo con suspicacia de novato a esta forma de gobierno –así como la situación en otros 37 países–.
Principales resultados con respecto a México: en “Compromiso con la democracia representativa”, el 9 % de los mexicanos reportaron un compromiso firme con la misma, 48 % declararon ambigüedad –más o menos comprometidos–, y 27 % se autoproclamó antidemocrático –el promedio mundial es 23 %, 47 % y 13 %, respectivamente–. Ante la pregunta “¿Cuán satisfecho estás con la forma en que la democracia opera en tu país?”, 93 % está insatisfecho y solo 6 % satisfecho –promedio mundial: 52 y 46 %, respectivamente–.
Pasando a “¿En qué medida confía en que su gobierno haga lo correcto para su país?”, 2 % de los connacionales respondió “Mucho” y 15 % “Algo”; el 83 % restante no confía nada –Italia, por ejemplo, respondió 1 % “Mucho” y 25 % “Algo”, e India 39 y 46 %, respectivamente–. Hay varios otros indicadores, pero paso al que me pareció más preocupante: en México, 42 % ve “totalmente buena” la idea de un gobierno militar –siendo el promedio mundial de solo 24 %–. Espero no ofender a nadie pero creo que quienes respondieron en este sentido no tienen ni la menor idea de lo que están diciendo.
El libro de Woldenberg se presenta no como cura sino como medicina experimental. Pero ahí radica su valor contextual; el autor quiere aportar a lo que ve como la salida más obvia: revertir, con “pedagogía social”, la “infravaloración del tránsito democrático” de México. Y no es tarea sencilla. Los relatos forjan el carácter colectivo. Cercas, de nuevo, suma al asunto: “¿Cómo es posible que 40 años después del fin del franquismo la mitad de nuestro país siga aceptando el relato franquista, y que la democracia aún no haya sido capaz de ganar esa batalla?”. Esto lo atribuye a un déficit en la transmisión de la verdad. El autor de “Anatomía de un instante” se refiere, en esencia, a lo mismo que Woldenberg: eduquemos con historia sin faccionalismos –o si usted no cree en la objetividad, eduquemos a través del faccionalismo de “más o menos” democracia, y así será más fácil delimitar avance o retroceso en el asunto en cuestión–.
En la decimocuarta epístola, el exmilitante del Partido Socialista Unificado de México, del Mexicano Socialista y del de la Revolución Democrática, abre dicha misiva con un recordatorio: “Lo mejor de las elecciones son las propias elecciones (…) El solo hecho de que se lleven a cabo auténticos comicios es una ‘gran cosa’, precisamente porque no parece una gran cosa”. ¿A qué se refiere? A que las votaciones –la gasolina del motor democrático– no son solo son un medio; también son un fin –por aquello de ser sustituto del “costoso expediente de la sangre” que puede imperar cuando las diferencias no se resuelven vía instituciones–. La democracia ni la apreciamos ni la sentimos cuando la tenemos, pero si se ausenta un momento, armamos un alboroto. Igual que con el oxígeno.
Lo extraño es que los datos de Pew Research Center parecieran contrariar mi última afirmación. Pero cuando alguien habla desde lo que siente como abandono e incumplimiento, no responde con la cabeza sino con las tripas. Creo que algo así nos pasa: aunque parezca que hablamos desde la indiferencia, la democracia nos importa, pero hacemos como que no porque no queremos reconocer que nos hicimos ilusiones de más.
Woldenberg traduce así esta última idea: “Cuando aparecieron en la capital, a fines del siglo XIX, las primeras bombillas eléctricas en el centro de la ciudad, la gente se reunía en torno a ellas, y en el momento en que prendían, entre asombrada y contenta, empezaba a aplaudir. ¿Será que yo sigo celebrando el alumbrado público?”. Sí José, lo sigues haciendo. Pero es lo que necesitamos.
@AlonsoTamez
caem