Los debates se han mezclado en la NFL y quien opina sobre un tema de pronto se sorprende tomando posición, casi sin notarlo, sobre otro.
Está el tema del congelamiento y la represión a Colin Kaepernick por haber ejercido su libertad de expresión. Está la cuestión de la brutalidad policial, focalizada en ciertas minorías a lo ancho de toda la nación estadounidense. Está la innegable diferencia de perspectivas de vida y desarrollo para un muchacho con base en el color de su piel o la procedencia. Está el patriotismo en su vinculación a respetar el himno nacional, ceremonia en la que, muchos concluyen, también se rinde honor a quienes han peleado en el ejército por esa patria. Está un grotesco esquema de racismo permeado hacia las estructuras de la NFL. Está la renovación del contrato del comisionado que más dinero ha dado a la liga, aunque el personaje no resulte del todo popular. Y está ese experto en dividir que es Donald Trump.
Recién investido presidente, Trump se vanagloriaba de ser el causante del desempleo de Kaepernick (literal en discurso ante un público que festejaba como si fuera el conductor de un talk show: “¡Que los dueños no lo quieren contratar porque no quieren recibir un tweet asqueroso de Donald Trump! ¿¡Lo creen!?”). Duelo que tuvo en la lona al presidente cuando, semanas atrás, toda la liga se le volteó: negros y blancos, dueños y jugadores, célebres y humildes, se hincaron, encadenados de los brazos, durante el himno.
Victoria poco duradera porque Trump tenía de su parte al elemento más desequilibrante en esa discusión: el patriotismo.
Lo que comenzó en lo general como una batalla contra el racismo y en lo particular como clamores en contra del presidente desde personas tan idolatradas como las estrellas de la NFL, tornó pronto en un debate sobre nacionalismo, sobre amor a una bandera, sobre gratitud hacia un país.
Balcanizada la NFL y temerosa de que las protestas anti-himno repercutan en sus ingresos, Trump pudo centrar sus esfuerzos en otros de sus múltiples frentes, sabedor de que la liga de futbol americano que osó desafiarlo, haría implosión.
Ahí entró en escena el propietario de los Texanos de Houston, Bob McNair, con una declaración más digna del apartheid sudafricano, que de un deporte que pretende unir con su narrativa a la población: “No podemos permitir que los presos dirijan la prisión”, alusión a que los jugadores no pueden ser quienes manden.
Considerando que un afroamericano es seis veces más proclive que un blanco a ser encarcelado y que casi el 80 por ciento de quienes juegan en la NFL son afroamericanos, la frase tomó dimensiones colosales.
Un regreso inmediato al punto de partida, que era el que más agradaba a Trump: queriéndolo o no, los dueños y los blancos vuelven a estar de su lado, tal como en la campaña electoral.
¿Kaepernick? ¿Su causa? ¿Los temas de represión e igualdad? En el archivo muerto otra vez. Touchdown de Trump, en una semana en la que en otros de sus partidos parece haber recibido muchos puntos.
El punto extra llegó cuando el único beisbolista que se ha hincado en el himno, Bruce Maxwell, fue arrestado por presuntamente amenazar con una pistola a personal de un restaurante. ¿Cómo manejó la información la población afín al presidente? Tejiendo una relación directa entre atacar a indefensos y no levantarse orgullosos en el himno.
Twitter/albertolati
caem