Antaño no había legitimación posible sin conquistar Wembley.
Años en los que se podían acumular goles y victorias por doquier, incluso en plenas islas británicas, pero si no se clavaba la bandera en ese hogar simbólico del futbol regulado, todo logro parecía relativo. Años en los que la selección inglesa, que tan pronto quedaría rancia y anacrónica, era la medida de todos los futboles, así como en la londinense Trafalgar Square se exponía la medida oficial de una yarda, un pie, una pulgada.
Lo que para los cruzados representó Tierra Santa, para los futboleros fue el inicialmente llamado Empire Stadium, con una diferencia: que no cualquier advenedizo osaba intentar la invasión, que no bastaba con hacerse de una bendición y muchas agallas, que faltaba también que los flemáticos súbditos de la reina admitieran compartir cancha con algún equipo ajeno al reino –hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, los ingleses sólo jugaron ahí contra los escoceses
Llegado 1953, sólo existía una manera de saber si la Hungría de Ferenc Puskas era asunto serio o vil moda; podía coleccionar decenas de juegos invicta y ser vigente campeona olímpica, pero tenía que consagrar su juego en la más sagrada hierba. Ese día no sólo se supo que los magiares eran mágicos y se llamó Aranycsapat a su once (equipo dorado), sino que también se comprendió que los ingleses habían sido los mejores exportadores de ese deporte, pero de ninguna forma sus mejores practicantes: ilusos y aislados (saludos, Brexit) descubrieron muy tarde su cubierta de moho. Hungría se impuso 6-3 y Wembley, lejos de bajar a la realidad terrenal con la selección inglesa, se confirmó como prueba obligatoria para todo quien se asumiera grande.
Para que ese estadio conserve tamaña aura y represente tanto para los británicos, ha sido necesario también que no pertenezca a club alguno. Sólo ahora que el Tottenham tiene su escenario en reconstrucción, consiguió autorización para utilizarlo como provisional casa. Eso lleva al aristócrata de mayor abolengo, el Real Madrid, a debutar apenas en esa catedral.
Hace un par de meses, con los blancos acumulando trofeos a cada suspiro, podía plantearse este partido como su misa de confirmación. Vistas las inescrutables vueltas de esta pelota, los merengues más bien llegan implorando un acto de resurrección.
Quizá en ese santuario, donde todo gigante ha de probarse tal, el Real Madrid se acuerde de quien no mucho tiempo atrás fue.
Como rival, el inglés menos inglés posible: un Tottenham embelesado acariciando la pelota y renuente al Kick and Run bajo cuyos rígidos acordes fue fundada la cofradía del balón ahí mismo, en Londres.
Twitter/albertolati