En Manual del “fair play”. Guía ética para la política (Fondo de Cultura Económica, 2005) –libro que busca refutar esa engañosa pero firme opinión social de que la política carece de ética, arguyendo que en efecto sí confluyen pero su contenido moral varía dependiendo de la definición de “ética” del ejecutor–, Emilio Zebadúa dispara su texto desde una clara premisa: el modelo del nuevo liberalismo –ya no usaré el término “neoliberal” o relativos, ya que la lucha ideológica los ha ensuciado para siempre–, que ha insistido en suprimir los juicios de valor morales en la economía en nombre de una supuesta racionalidad no dogmática, cae en una especie de fundamentalismo de mercado bastante dogmático.

 

Sobre esta situación, Zebadúa escribe: “Generaciones de economistas se han formado bajo la concepción simplista y falsa de que las herramientas de análisis que tienen disponibles no traen aparejada una visión particular, mucho menos parcial, de la sociedad, y que, en cambio, son ética y políticamente neutrales”. Así es como el doctor en Ciencia Política por la Universidad de Harvard llega a la pulpa: la gran influencia de este utilitarismo financiero impregnó la política en su conjunto –ya no solo las ramas económicas–, y ahora todo el aparato es visto como operativamente amoral, alejando, de paso, a la sociedad de las instituciones democráticas y del acompañamiento al Estado.

 

La idea de eliminar cuestiones éticas de la creación o ejecución de políticas porque agregan “ruido ideológico” a problemas que pudiesen, supuestamente, resolverse por vías económico-financieras, no solo es autoengañarse sino también implica afectar los muy necesarios relatos que deben acompañar las actividades humanas para darles un mínimo de sentido. Por ejemplo, la épica de la política: ese sustento narrativo que legitima acuerdos intangibles a través de un relato unificador, personalista o colectivo, pero imprescindible. No porque la política sea necesariamente ética –es decir, en su mejor definición–, sino porque la primera utiliza argumentos no siempre racionales –como tradiciones, fobias sociales o viejas esperanzas colectivas– y eso nunca ha gustado al nuevo liberalismo acostumbrado a datos y no a emociones –tal vez en aras de difundir su propia épica, y nada más–.

 

No sé si el escritor español Javier Cercas se considere a sí mismo un nuevo liberal, pero recurro a un argumento suyo para afinar el mio. En su texto “Errejón, la épica y la política” –sobre cómo los sobresaltos, el drama y la acción son “buenos para la literatura, pero malos para la política”– el autor de “Soldados de Salamina” concluye: “Hay que desterrar la épica de la política y aspirar a una política prosaica, antidramática, de un tedio escandinavo. Lo que digo es que quien quiera épica que no haga política. Que lea novelas. O que las escriba”. Tesis elocuente pero falaz: mientras la política siga siendo entre humanos, nuestra naturaleza no nos permitirá una interacción sin desvaríos emocionales un tanto irracionales, de vez en vez.

 

Aclaro: este no es un argumento a favor de los “políticos” frente a los “tecnócratas”; es en contra de la miopía de los segundos. Habiendo dicho esto, paso a mi propuesta: la idea de Zebadúa –ética pública como brújula propia y ajena– puede fusionarse con lo opuesto de la de Cercas; es posible, y tal vez deseable, aspirar a instalar –aquí el concepto de “instalar” es de suma importancia para que se cierre el círculo del texto: me refiero al proceso tardado y laborioso de fijar un modelo para, en esencia, reemplazar por diversos medios de influencia a otro que suele tener amplia aceptación gracias a bases temporales y empíricas– una épica de la ética en la política.

 

En México se ha diluido la épica política –insisto, necesaria para fomentar el involucramiento y generar las facciones, en el buen sentido de la palabra, que requiere la democracia representativa–, en gran parte, por la falta de triunfos legitimadores en la arena económica. Hoy, para la ciudadanía, ya no hay vocación de servicio; solo queda cinismo. Pero aplicar el trabalenguas épica-de-la-ética-en-la-política, en el contexto mexicano, ajustaría radicalmente las expectativas de la ciudadanía con la política y con los que la ejercemos. Y esto no es necesariamente malo. Las subiría en términos de decoro público –al generar esperanza de un buen actuar bajo las métricas propias del ciudadano–, y las bajaría en términos del cinismo esperado, haciendo a este más costoso para el político.

 

A lo largo de la historia, las epopeyas sociales reales han encontrado empuje en las exageradas o incluso en las falsas. No estoy diciendo que mintamos, por supuesto, pero tenemos que asimilar que el tiempo se adueña de las historias –y entender esto es entender mejor la política–. La pregunta es: ¿qué épica queremos instalar? Nos va tomar tiempo, trabajo y congruencia; así que pensemos bien la propuesta para suplir a la ya instalada narrativa del cinismo. Esta es solo otra idea, sin embargo, todos los que nos dedicamos a la cosa pública no debemos olvidar: tenemos la opción de poner un ladrillo. De nuestro actuar depende si será para un puente de la épica o para un muro del cinismo. 

 

@AlonsoTamez