Especie de matrimonio que ha sido acordado desde antes incluso del nacimiento de sus integrantes, todos los rivales que comparten ciudad se citan desde el origen para partidos como el de este jueves.
Porque Tigres y Rayados no se citaron unos días tras imponerse en semifinales, ni lo hicieron unas semanas antes al confirmarse que compartirían los primeros dos sitios de la tabla, ni lo visualizaron unos años antes cuando sus respectivas directivas encontraron un marco empresarial que les permite mantener una economía al margen de la del resto de los integrantes de la Liga MX.
Tigres y Monterrey –como Atlas y Chivas, como América y Pumas o Cruz Azul, como River y Boca, como City y United, como ese duelo entre Real y Atlético que ha dilucidado dos coronas europeas recientes– se citaron desde que cada cual fue fundado.
A cada encuentro, a cada partido, a cada gol que propiciaron que la rivalidad elevara y evengelizara, la fantasía era más grande: ¿y si nos toca definir un título, y si jugamos una final, y si sucede?
Cosas del destino, al fin en este 2017 el trofeo lo pelearán en esa ciudad que, por buenas o malas, con armonía o desencuentro, para hacerse mejores o peores, les tocó compartir.
La madre de todos los derbis, bien se puede decir: ese derbi que cambiará irremediablemente su forma de cohabitar en torno al Cerro de la Silla, que creará traumas en los inconscientes colectivos, que dará letra a cantos para los próximos cien años. Si en la película Casablanca “siempre nos quedará París” y en Texas todavía se pide que se recuerde el Álamo, en la capital de Nuevo León será imposible dar paso alguno sin que una mitad restriegue a la otra la memoria de este diciembre.
Clásicos regios habrá muchísimos más, pero en plena final no tan fácilmente –e, incluso si pronto esa circunstancia se repitiera, el primero siempre será al que se recurra, suerte de segundo nacimiento en la epopeya que cada quien presente como autobiografía.
Por ello la cita entre Tigres y Rayados es tan anterior al espléndido momento que, con total merecimiento, disfrutan las dos instituciones de Monterrey: porque en el fondo toda feligresía futbolera que comparte una ciudad con el acérrimo rival, sueña siempre con tamaña oportunidad; a veces lo sueña con sudor frío y un salto en la cama cuando el delantero del otro equipo (quizá residente del mismo barrio o con los hijos en el mismo kínder) estrella en las redes un remate imposible, noches en las que la pesadilla amarra las piernas al pasto y se torna irrealizable hasta patear la pelota; otras, con connotaciones casi eróticas y el más alegre de los desenlaces, vuelta olímpica, pasarse el trofeo en la casa del rival que es tan cercana en el espacio a la propia, derramar champaña, consolar a ese mismo delantero al que se tomó cariño cuando recogía a su nena del kínder o se sentaba en la mesa de al lado en el restaurante.
Esa cita para la que se ha sido concebido: eso disputan desde hoy Tigres y Rayados. El momento en la línea del tiempo tras el cual ya nada podrá ser igual.
Twitter/albertolati