La palabra “amnistía” –“perdón de cierto tipo de delitos, que extingue la responsabilidad de sus autores”– comparte, no por casualidad, raíz con “amnesia” –“pérdida o debilidad notable de la memoria”–. Implica, pues, olvidar lo pasado. Al respecto, en días recientes, vimos a Andrés Manuel López Obrador, próximo candidato presidencial por MORENA, declarar lo siguiente sobre los líderes del crimen organizado y, aunque él no se haya dado cuenta, su visión redentorista del poder: “Si es necesario vamos a convocar a un diálogo para que se otorgue amnistía siempre y cuando se cuente con el apoyo de las víctimas; no descartamos el perdón. Se debe perdonar si está de por medio la paz y la tranquilidad”.

 

Al verse mayormente asediado –sin embargo, la exploración de la propuesta encontró algunos apoyos dentro de sus ya tradicionales partidarios, como el economista Gerardo Esquivel— por distintos actores políticos y sociales, un par de días después matizó su propuesta, agregando que dicha amnistía podría someterse a consulta popular. El experto en temas del crimen organizado, Edgardo Buscaglia, declaró que “no existe amnistía en el planeta entero a la delincuencia organizada; es un disparate jurídico, es un disparate social, y lamentablemente viniendo de un líder de la envergadura de López Obrador”.

 

En términos de Estado, una amnistía implica la opción de este de fomentar el olvido o la superación de un episodio, digamos, traumático en la vida de un país. El fin último, podría decirse, es la reconciliación: juntar dos cosas antes separadas; tal vez no mezclarlas, pero sí dar cabida a una cohabitación segura para la colectividad. La amnistía, a diferencia del indulto presidencial que es unipersonal, afecta a todo un grupo de individuos. Por lo mismo, el único facultado para establecerla es el Congreso, mediante una Ley de Amnistía.

 

En México, tenemos antecedentes en este sentido: la propuesta por López Portillo en 1978, y que aprobó el Congreso, “en favor de todas aquellas personas en contra de quienes se haya ejercitado acción penal (…) por los delitos de sedición, o porque hayan invitado, instigado o incitado a la rebelión (…) por móviles políticos”. Esta, sin embargo, no eximía los delitos “contra la vida”, terrorismo o secuestro; y estaba centrada, de manera implícita, en los “radicales” involucrados en el 68, en el alzamiento guerrillero y en la “Guerra sucia”. Después, la que propuso Salinas de Gortari –y el Congreso pasó– para los zapatistas involucrados en la primera fase del levantamiento –“desde el día primero de enero de 1994 hasta las 11 horas del día 16 del mismo mes y año”– en diversas localidades chiapanecas.

 

Cabe resaltar que en ambos casos, se trataba de fricciones de corte político-ideológico –patrón que se repite en otras partes del mundo–. Plantear una amnistía para líderes del crimen rompería con un orden “natural” de los procesos de amnistía, que es intentar insertar a los involucrados en la vida institucional del país. En Colombia, gracias al proceso de paz que encabezó el gobierno y que incluyó la amnistía a miles de guerrilleros, las FARC dejaron las armas y plantean ahora tomar el poder vía las urnas; se volvieron, pues, un partido. En México, ocurrió algo similar: el que “Marichuy”, lideresa zapatista, esté buscando firmas para poder competir por la presidencia implica un reconocimiento al sistema electoral mexicano –es decir, dejaron las armas y ahora juegan en las instituciones–.

 

Pero el crimen organizado no busca como tal poder político para llevar a cabo su visión de país. Una amnistía para ellos no derivaría en un Partido de Criminales Organizados o algo así, porque su impulso es esencialmente monetario. Aquí, la primera y más grande falla del planteamiento de López Obrador: ¿qué incentivo tendrían los criminales de seguir el juego institucional tras una amnistía si su interés ni siquiera está ahí?

 

No todo es blanco o negro; pensar en una amnistía para el crimen organizado implica ver a este como una cadena. Por ejemplo, muchos de los campesinos de la amapola en Guerrero son obligados a sembrar la planta; pero otros están abiertamente coludidos con el narcotráfico. Son, pues, casos distintos. Una amnistía en estas condiciones sería poco útil por su carácter general. En este sentido, por las variaciones de cada caso, se puede pensar mejor en el indulto presidencial –recordemos el indulto que el presidente Peña otorgó al maestro tzotzil Alberto Patishtán, acusado erróneamente de asesinato y quién llevaba 13 años en la cárcel– para aquellos infractores, digamos, “menores” en la cadena del crimen.

 

Obama indultó el último día de su gobierno a 330 individuos involucrados en delitos no violentos relacionados con drogas. Esto debido a que su administración veía sentencias desproporcionadas en la materia que más que reformar a estos sujetos, destruía sus vidas, afectaba a sus familias, y por ende, a sus comunidades. Más para bien que para mal, López Obrador abrió un debate sobre medios alternativos de solución al conflicto que por más de 10 años ha cuarteado a México y desacelerado su ritmo de desarrollo. Pero su vaga propuesta no parece ser una medida indicada desde la estrategia política –prácticamente le avisó a los criminales que podría haber perdón– ni tampoco desde una perspectiva moral –sí, el país necesita reconciliación, pero primero necesita justicia–.
@AlonsoTamez